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domingo, 13 de enero de 2008

A la memoria de Poncho

Cuando Poncho se daba cuenta de que lo estaba viendo,
comenzaba a nadar rápidamente.

Conocí a Poncho por casualidad. Él vivía en la casa de Juana en Bogotá. Creo que no atravesaba por un buen momento de su vida; su compañera acababa de morir y se iba a quedar solo, pues Juana regresaría a Villa. Faltaban pocos días para navidad y decidí llevarlo a mi casa para animarlo y hacerlo sentir mejor.

Nunca lo entendí del todo. Poncho vivía en su propio mundo y siempre fue difícil saber si se encontraba bien o no. Sin embargo su compañía era agradable. Daba gusto saber que estaba en mi casa; tenía dos piedras favoritas, negras, más grandes que él, en las que solía tomar una suerte de siesta, y cuando se daba cuenta de que lo estaba viendo descansar, comenzaba a nadar rápidamente.


Estuvo comiendo hasta hace un par de días y luego paró. Los medicamentos recetados lo mejoraron levemente y ayer recuperó el apetito. Pero hoy amaneció dando vueltas y supe que se acercaba su final. Salí a almorzar y al volver lo encontré en el fondo del acuario, con la cabeza oculta entre sus piedras negras. Poncho había muerto.


Los peces poseen una escasa memoria que no pasa de pocos segundos: tienen que acordarse de respirar cada tanto, por lo cual muchos dicen que la vida del pez puede resumirse en una infinita sensación de ahogo. No debe ser tan malo, si se tiene la posibilidad de descubrir un mundo nuevo cada dos o tres segundos, para luego olvidarlo y volver a fascinarse con el castillo y el hongo de cerámica por el que se merodea durante toda la vida. La agonía al llegar el momento de la muerte será más llevadera al no tener conciencia de lo que está pasando.


A la memoria de Poncho. Corta y misteriosa.

Los peces poseen una escasa memoria que no pasa de pocos segundos.La agonía al llegar el momento de la muerte es más llevadera
al no tener conciencia de lo que está pasando.

jueves, 3 de enero de 2008

Mi última noche con Liza

It´s not the life I wanted but that´s the way it is.
De la serie Isolation de Drew Guest.

Esta noche tengo la última oportunidad para volver a conquistarla. No sé si vendrá. Son tantas las veces que le he incumplido que entendería perfectamente si decidiera en el último momento no verme nunca más. Lo entendería pero no lo soportaría. No podría vivir con ello. Necesito verla. Necesito hablarle. Miro el reloj. 21:22. Hace veintidós minutos debería estar aquí, conmigo, hablando, riendo y recordando los viejos tiempos; antes de que yo echara todo a perder, cuando vivíamos juntos y todo era felicidad. Pero así siempre son las cosas. No tomas conciencia de lo valiosa que es tu mujer hasta que deja de estar contigo. Y mientras dura ni siquiera te enteras.

En fin, ésta es mi última oportunidad y parece que Liza va a rechazar mi invitación. Tal vez intuye que quiero hablarle. Demostrarle que quiero cambiar, que quiero volver a despertar en las mañanas con ella a mi lado. Siempre ha sido cumplida. Me aterra pensar que no vendrá. Estoy nervioso. Necesito un trago. La calle es ruidosa. Pasan tres patrullas antimotines a toda marcha. Algo sucede en las calles. No me interesa. Solo pienso en Liza. Oigo una explosión en las montañas. No es conmigo, pienso, y entro temblando al bar.

La barra está sola y escojo un puesto en frente de la pantalla de televisión que cuelga al lado derecho del mueble donde veo botellas de whisky, tequila, vodka y ginebra. Pido un Dry Martini al barman mientras veo el extra de noticias que informa sobre una extraña revuelta en los cerros al norte de Usaquén; tal parece que los insurgentes atacan a los vecinos y a las primeras patrullas de policía que han llegado. Los reporteros hablan de información preliminar relacionada con cultos satánicos en el cementerio de Usaquén. Cada día están peor estos maniáticos, me dice el barman, mi compañero solitario de televisión. Todos en el bar excepto nosotros dos parecen estar divirtiéndose. Veo caras sonrientes alrededor mío, en las mesas. Cristales chocando para brindar, atractivas meseras con faldas cortas entregando tequilas en la mesa redonda de la esquina a cuatro hombres solos. Conozco a uno de ellos. Rafael. Fuimos compañeros en los últimos tres cursos del bachillerato. Es hijo de un magistrado y desde niño colecciona armas. Su afición continúa aún y no quisiera tener problemas con él, ni con sus amigos.

Son esos muchachos que se reúnen en el cementerio a fumar marihuana y oír música metallica, continúa el barman. ¿Metallica, eh? ya veo, le respondo. La transmisión en vivo se interrumpe de repente y la presentadora pide excusas desde el estudio y cambia a las noticias deportivas, prometiendo que pronto volverá con el equipo en vivo que cubre la “revolución satánica en los cerros de Bogotá”. No puedo hacer nada más que reír estrepitosamente ante la estupidez que acabo de oír.

Veo que aún te diviertes sin mí, me dice una suave voz al oído mientras una mano me toca el cuello y luego sigue hasta abrazarme por el hombro izquierdo. Es Liza. Ha llegado. No me olvidó. Mientras salto de mi silla a abrazarla le cuento algo de lo que he visto en la televisión y ríe conmigo. Estoy feliz de verla. Su retraso se debe a trabajo de última hora en la oficina. Hace cinco meses que terminamos lo nuestro y desde entonces no volvía a tenerla a mi lado. Le pido a un mesero que nos busque un lugar. Solo queda una mesa a la derecha de la puerta principal. Liza no quiere estar cerca a la entrada. Yo estoy cansado de la barra y de no tener donde apoyar mi espalda, así que la convenzo y nos sentamos en la mesa.

Había olvidado su olor, la forma en que su pelo negro cae sobre sus hombros y algunos mechones logran llegar a su pecho. Me enamoré de ella desde la primera vez que vi sus ojos verdes, alegres y profundos. Su voz hacia mí no ha cambiado; puedo notar la alegría de volver a verme. Siento que esta será una buena noche. No quiero volver a separarme de ella.

Hablamos, reímos y el tiempo se detiene. Vamos en nuestro segundo martini y ya nos hemos besado de nuevo. Oigo gritos en las calles y siento que la muchedumbre celebra nuestra unión, nuestro reencuentro. Los gritos crecen, cada vez son más cercanos, pero nadie parece notarlo. Ni siquiera Liza. Mi oído es mucho más sensible al del resto, pienso. Liza está tranquila y ahora recuesta su cabeza en mi hombro. Algo me inquieta. Veo las sirenas de las patrullas en la calle.

Ahora es real. Oigo el estallido de los vidrios del bar que dan hacia la entrada. Nos atacan. Estoy confundido y un poco borracho. Liza también. Alguien ha entrado al bar y llega la mesa del rincón, en la que se encuentran Rafael y sus amigos armados. Se han metido con los que no deben, le digo a Liza. Se oyen disparos dentro del bar y la gente comienza a gritar y a correr. Se rompen copas en el piso y yo abrazo a Liza, la cubro con mi chaqueta y en ese instante un hombre joven entra por la ventana, cae sobre la mesa y me toma del brazo derecho. Liza cae al piso y yo intento soltarme pero mis movimientos son torpes y ebrios. Comienzo a gritar y oigo un disparo a mi lado.

Caigo al piso, ahora liberado del maniático que entró por la ventana. Miro hacia arriba y está Rafael con su arma en alto. No podía dejarte morir idiota, me dice riendo y con actitud desafiante. En el piso hay sangre; sobre la mesa los restos de quien me atacó, ahora con un agujero en su cabeza. Acto seguido otro hombre entra por la puerta principal y echa al piso a Rafael. Lo muerde en el cuello y mientras forcejea y grita otro disparo sale de su arma y hiere a una de las meseras en una pierna. Ella cae también en medio de los gritos.

Liza está paralizada en el piso. La tomo de la mano y corro hacia el interior del bar, buscando el baño a la izquierda de la barra. Debe haber una salida de emergencia allí, pienso. Nos arrastramos por el piso y vemos con horror que todos en el bar están siendo atacados. Las víctimas son mordidas o desgarradas con manos y uñas.
Es totalmente irreal lo que estamos presenciando. Tres de esos sujetos están encima de la mesera herida por la bala perdida de Rafael. Sus gritos cesan de repente. Los atacantes la dejan en el suelo. Ella queda inmóvil por unos cuantos segundos y luego increíblemente se pone en pie. Sus párpados están cerrados y unas grandes ojeras se pueden ver debajo de ellos. Trata de enderezar su cuerpo pero el movimiento es tenebroso, casi invertebrado. Abre la boca. Parece que fuera a bostezar pero no lo hace. Su boca abierta y de repente, sus ojos también. Los ojos de la mesera están en blanco por una fracción de segundo, tras lo cual se inyectan de sangre y su cara adquiere una expresión de odio y sed de venganza.
En ese momento uno de los amigos de Rafael corre desde atrás de la mesera para ayudar a su amigo caído; pasa en frente de ella y dispara hacia los atacantes en el suelo, corriendo hacia Rafael y sin percatarse de la expresión de la chica. La mesera lo toma de la cara y lo muerde en la nariz; la pistola cae al suelo y dos adolescentes que acaban de entrar al bar siguen el ejemplo de la mujer y embisten al amigo de Rafael en los brazos y piernas.

Sigo corriendo hacia el baño junto con Liza. Llegamos al extremo de la barra y me siento mareado y caigo al piso. Desde ahí puedo ver cuerpos que se paran y la misma expresión de hace un instante en la mesera: caras pálidas y ojerosas que se transforman en actitudes de odio, ojos inyectados y sangre por todos lados. Liza me da golpes en la cara gritándome que reaccione, que no la deje sola, no entiendo qué está pasando, veo su cara y luego vuelvo mis ojos al piso. Me jala la camisa hasta romperla, sigue golpeándome y consigo concentrarme en ella. Me levanto con su ayuda y logro sentarme en una de las sillas de la barra. Pido un trago a gritos, me rio, estoy delirando; Liza comienza a llorar y me grita que sigamos el camino hacia el baño. Me jala del brazo izquierdo, tratando de caminar e impulsarme a seguirla. Caigo de cabeza sobre la barra. Estoy inconsciente.

No. No lo estoy. Pero sigo inmóvil. Comienzo a sentir agua por todos lados, está subiendo rápidamente, me llega a la rodilla. Liza sigue gritando y jalando mi brazo cada vez más fuerte. Siento que la distancia hasta el baño es cada vez mayor. Mi brazo se estira. El corredor al baño se alarga hasta el infinito. Las luces cambian de color y los sonidos se distorsionan en mis oídos. Liza se aleja de mí pero sigue empeñada en moverme de mi silla. El agua ya me llega hasta el cuello. Saco los brazos del agua y están completamente secos. El agua sobrepasa ya mi cabeza pero no me estoy ahogando. Algo anda mal. ¿Estoy alucinando? De repente abro los ojos.

Me siento débil. Quiero seguir a Liza. ¿Qué pasa con tus ojos? me dice mientras me observa con expresión de terror, me suelta del brazo y sale corriendo increíblemente rápido para la cantidad de agua que nos rodea. Pareciera no sentir la presión del agua. Liza puede moverse libremente. Comienzo a gritar mientras logro ponerme en pie e intento seguirla. Yo no tengo su habilidad. De hecho cada movimiento mío es más torpe que el anterior. El agua se hace pesada y Liza está llegando al baño. Detrás de ella cuatro hombres igual de torpes a mí la acechan. Grito más fuerte aún y tomo a uno de ellos por el hombro, se voltea, me gruñe con la mirada perdida y se suelta siguiendo su camino hacia Liza. En este momento me doy cuenta de que estoy herido en el brazo derecho. Me falta un pedazo de piel. Fui mordido cuando me atacaron en la mesa, antes que Rafael le disparara al maniático en la cabeza.

Me volteo y veo alrededor. Ya no hay agua en el lugar pero mis movimientos siguen respondiendo a la presión del agua en un tanque; en una piscina llena de carne y sangre, donde todos los cuerpos de las víctimas han logrado ponerse en pie y ahora actúan al igual que sus victimarios, buscando nuevas presas para atacar.

Me volteo hacia la entrada y puedo ver a través de las ventanas rotas el caos en la calle. Una patrulla en mitad de la vía estrellada de frente contra una camioneta blanca, en cuyo platón alguien es atacado a mordiscos en la cabeza. La patrulla tiene sus puertas abiertas y no parece haber policías alrededor. Nadie es capaz de poner orden a esta demente situación.
Busco el cuerpo de Rafael en el piso pero ya no está ahí. La mesera que recibió el disparo de mi compañero de colegio pasa enfrente mío y temo ser herido de nuevo. Pero ella sigue su camino hacia el baño. Hacia Liza. Oigo sus gritos desde el baño. De repente siento hambre. Una terrible hambre que supera mi razón. No puedo pensar en nada distinto a comer. Lo que sea. Veo a Rafael salir del baño. Tiene sangre en su boca y gruñe. Me ve a los ojos pero parece no reconocerme. La sangre que veo en su boca aumenta mi deseo de comer. Sus movimientos son lentos y su trayecto parece interminable. Rafael sale por la puerta principal del bar y en la calle se estrella con una mujer que corre gritando. Ella cae al piso y Rafael gruñe mientras se agacha hacia su víctima.

Mi hambre se hace insoportable y me impulsa a ponerme de pie. Miro la sangre en mi brazo herido y me lleno de ira hacia quien produjo mi dolor. Seres más lentos aun que yo siguen entrando al baño. Grito y los hago a un lado, los empujo y boto al suelo. Mi ira es superior a la de ellos. Entro al baño y encuentro a Liza en el piso, muerta, al lado de la ventana que da hacia la calle. En el espejo del baño veo mi rostro pálido, mis grandes ojeras y los globos oculares inyectados de sangre. He perdido a Liza. Ahora soy uno de ellos.