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lunes, 31 de marzo de 2014

Antes del primer café


1.

Un viaje en taxi. Voy en el asiento del copiloto, cosa inusual en mis movimientos dentro de la ciudad, pero costumbre cuando salgo de ella. Creo que lo hago para aprovechar mejor el paisaje desconocido y hablar con mayor cercanía al conductor. Lo inusual es que este viaje es en mi ciudad. Vamos al norte por la carrera séptima, llegamos a la esquina de Paseo Real y cruzamos a la derecha, hacia oriente. La calle es estrecha como siempre lo ha sido, pero al llegar a la altura del cementerio se convierte en una amplia autopista de doble vía y dos o tres carriles, no recuerdo el número exacto, en cada sentido. Es entonces cuando el taxista rompe su silencio y me explica cómo avanzan de rápido las obras viales en la ciudad. Se lo ve muy orgulloso y lo observo con detenimiento mientras me explica que subiremos hasta la cima para luego descender al otro lado de los cerros orientales. La idea me emociona y me separo del espaldar de la silla, con mi cabeza tocando el vidrio delantero. Ansioso y feliz.

La vía es perfecta. Hay poco tráfico y rápidamente llegamos a la cima. Para mi sorpresa, el descenso consiste en una empinada ruta, tan brusca que me hace pensar que en cualquier momento el taxi dará botes hacia delante por efecto de la gravedad. Recuerdo las "faldas" manizalitas y me hundo en la silla con tal expresión de susto que el taxista voltea a mirarme, ríe y me asegura que todo estará bien. Es aquí cuando recuerdo que conozco al taxista de otro lugar: Pasto. Pero ¿qué hace aquí? Se lo pregunto y responde que vino por su esposa. De hecho vamos camino a recogerla: señala hacia delante y me dice que allí se encuentra ella.

Una vez terminado el descenso al otro lado de los cerros, hay una planicie ocupada por una desconocida urbe para mí. Extensa hasta donde alcanzo a ver y constituida en su mayor parte por casas de dos pisos, algunas de uno solo, paisaje que se repite de manera uniforme y solo interrumpido en contadas ocasiones por las torres y campanarios de algunas iglesias. Hay un color predominante en el cielo y las paredes, el gris, y una forma continua, el rectángulo, en las residencias y comercios. Así llegamos a la ciudad desconocida, en búsqueda de la mujer de mi taxista.


2.

Había estado antes en esta casa. La recuerdo por su largo corredor desde la puerta de entrada hasta el espacio central, usado como biblioteca y sala de televisión. Un antiguo y enorme árbol se encuentra en medio del lugar desde antes que la casa existiera, así que esta parte de la casa tiene un agujero en el techo que permite a las ramas crecer y salir de las cuatro paredes alrededor. Era fácil trepar por el árbol hasta alcanzar el espacio abierto y luego pasar al techo más cercano, para luego sentado o acostado disfrutar del paisaje: campos verdes que se extendían hasta donde se podía ver y algunas pocas casas en las proximidades.

Ya no es el mismo lugar. Los antiguos habitantes se han marchado y solo queda ella, quien me recibe a la entrada y me acompaña en el recorrido por el corredor, que conserva el piso de mármol intacto, pero ahora rodeado por desperdicios de construcción: tablas, rollos de papel, barriles y pedazos de metal. El árbol sigue en su sitio pero no la biblioteca y en su lugar están ahí más desperdicios. 

Ella me muestra los baños cuyos inodoros sirven de bases para acumular más tablas de madera. Comienzo a molestarme por el abandono del lugar, cuando ella me dirige al lugar donde se encuentra el jacuzzi, humeante y listo para usar. Nos desvestimos y entramos al agua. Trato de olvidar el lugar y mis recuerdos sobré él, pero en mi memoria no queda nada más que el corredor de mármol, el salón del árbol y ella.   


3.

La primera vez que estuve en el mirador de la montaña hacía frío y pensé que iba a llover. Era un lunes en la mañana y la gente se agrupaba con libros entre manos, descansando contra la pared del mirador y con sus ojos fijos en la sabana que desciende hacia occidente, poblada por miles de casas coloniales blancas de paredes, verdes en ventanas y terminadas en tejas de arcilla. Nubes grises en el cielo, amenaza de lluvia constante pero pocas veces efectiva. Soledad compartida por miembros de un grupo que apenas comienza a gestarse.

La segunda vez que llegué fue al final de una tarde de sol. Poca gente estaba por ahí y la construcción nueva era notable: edificios, locales y comidas. Cajas registradoras, corredores limpios y brillantes y desconocidos para mí. La pared del mirador eliminada y ahora da paso a una serie de escaleras que permiten bajar por la montaña hacia occidente. Las casas coloniales ya no son la constante del paisaje; lo es el color rojo del atardecer y los ladrillos en edificios y escaleras.

Para la tercera visita al mirador es de noche y ya quedaba poco de su inicio. Un elegante y rústico restaurante ocupa todo el lugar, con una sección interior donde se encuentra ocupada una sola mesa, y una terraza donde antes se agrupaba la gente con sus libros a observar la sabana. Es aquí donde me siento en una mesa alumbrada por candelabros. Borracho y acompañado de otros borrachos. Pedimos algo de tomar y observamos la sabana, ahora verde y despoblada. Es un bosque hermoso y oscuro. Llueve y los árboles parecen bailar por el movimiento que el agua y el viento traen a las copas. 

Los ocupantes de la mesa interior salen: niñas en uniforme de colegio, muchas niñas acompañadas de una pareja mayor. Ellas nos ven, ríen y luego corren hacia la montaña. Bajan por unas escaleras hasta el nivel de la tierra y suben hacia oriente. Van hacia el manantial en la montaña; aquel que surge de una tierra firme y empinada, donde los árboles son altos y anteriores a todas las formas de este lugar recurrente.