Soy Filipo y despierto aún borracho. Estoy en mi cama, vestido, con los zapatos
puestos y el sentimiento de culpa resultante de tres noches de fiesta, poco
dinero en los bolsillos y un dolor de cabeza insoportable. Siento hambre y
salgo de la cama para buscar algo de comer, luego de unos minutos de espera
para que mi cabeza despierte.
Fueron tres noches de parranda del infierno. No veía el sol desde
la tarde del jueves y ahora es domingo en la mañana. Buen momento para estar en
casa, lejos de la gente que sale a la ciclovia. Anoche llegamos en un taxi,
Enrique adelante y en el asiento de atrás nuestras dos acompañantes de la noche
y yo. De las noches, pues se quedaron con nosotros en esta juerga desde el
inicio: llegaron a nuestra mesa en un bar del centro de la ciudad, preguntando
por nuestro próximo concierto, las invitamos a unos tragos y así seguimos hasta
el domingo, buscando antros dónde seguir la fiesta, casas de amigos disponibles
y más antros.
El taxista estaba molesto y amenazó con dejarnos en el camino si
alguien vomitaba. Enrique contó una historia de nuestra gira por Estados Unidos
y trató de echarse al bolsillo al tipo. Una de las mujeres estaba mareada y
vomitó junto a mis pies. Yo grité y reí en ese momento, celebrando la historia
de Enrique y como pretexto para que el conductor no se diera cuenta de lo que
pasaba atrás. No recuerdo nada más.
Solo fue un sueño, me digo sentado en la cama. Nada de eso. Pasan
unos minutos y vuelvo a la realidad. Mi casa, nuestra casa. Llevo un par de
meses viviendo en el mismo pequeño apartamento con Enrique y Paula, su mujer.
Por una noche, la mía. Cuando los ingresos de la banda comenzaron a bajar
decidimos vivir juntos, compartir un apartamento y así ahorrar algo de dinero.
No habría pasado nada entre Paula y yo si no fuera por este espacio en
común. Nuestra banda sobrevivió por este esfuerzo de convivencia que está
a punto de terminar.
Sirvo un vaso de jugo de naranja y lo acabo de un solo sorbo.
Caliento agua para el café y saco huevos y jamón de la nevera. Mientras preparo
el desayuno recuerdo cuando la semana pasada citamos a nuestro manager en un
bar. Discutimos sobre un posible contrato discográfico lleno de exigencias
ridículas y luego de una botella de whisky llegamos a una pelea en la que
Enrique, después de varios puños y patadas, rompió un vaso en su cabeza. Los de
seguridad nos separaron y llamaron a la policía. Él pasó una noche en la
estación y yo me quedé con Paula en la casa. Así sucedió lo nuestro.
Siempre me gustó Paula. Alta, blanca, delgada, pelo negro largo y
ojos azules. Nadie pensaría que tiene dos hijos y un ex marido. Fue amable
conmigo desde el inicio y veía algo más en sus ojos, pero no quise cruzar la
raya hasta el día de la pelea en el bar. Esa noche después de la pelea estaba
sola, cansada de todas las mujeres en la vida de Enrique y de la falta de
dinero de los últimos meses. Ella fue a buscarnos a la estación de policía y
regresamos juntos. En la casa tomamos una botella de vino, compartimos un
cigarrillo y una cosa llevó a la otra, nos besamos y al final amanecimos en la
cama de Enrique, mientras él dormía en la banca de la estación de policía y
nuestro manager en un hospital. Qué noche fue esa.
Los huevos están listos. Pongo un par de tajadas de pan en la
tostadora y mantequilla en la mesa. Sirvo más jugo de naranja en el vaso y café
en una taza blanca. El vaso largo de vidrio me recuerda al que Enrique rompió
en la cabeza de nuestro manager y me río solo. Enrique y Paula aun
duermen. La pelea de esa noche en el bar solo fue la última de muchas
situaciones que llevaron a la banda a su final.
Antes fue el asunto de la disquera. Esto sucedió el año pasado,
cuando Enrique cazó una heroica pelea con un gran sello discográfico. No solo
rechazó el trato sino que mandó a comer la mierda que encontraran a los
directivos, al no dejar que “productores proxenetas” manosearan sus canciones,
lo obligaran a escribir y cantar un mínimo de material comercial en cada disco,
y cumplir con otra serie de estupideces de las que hablan los empresarios. Yo
lo apoyé esa vez y aun comparto cada uno de los ideales que Enrique defendió.
Sin embargo sabía que esa jugada no nos dejaría bien parados. En el mundo
mafioso que es el espectáculo se paga un precio alto cuando se hacen cosas así.
Sin embargo siempre quisimos ser independientes y no arrodillarnos
ante las condiciones de los oportunistas. Combatir al sistema, ser originales y
libres. Sin límites. Pero sí que los hay. Y lo vivimos como individuos,
cansados y conscientes del peso del desgaste de los años. Mi relación con
Enrique perdió el encanto por la misma razón por la que me acerqué a él la
primera vez que lo vi cantar: talento para actuar, escribir y ningún cuidado
respecto al mundo que lo rodea. Solamente estaba él. Creo que el asunto entre
nosotros tuvo que ver con estar saturados, el uno del otro. Llevábamos mucho tiempo
juntos y todo se había vuelto aburrido y predecible. Seguíamos siendo cómplices
de juerga, pero el entendimiento ya no era el mismo, por supuesto tampoco lo
era ya la banda.
Y Paula en el medio de los dos. Siempre me pregunté cómo soportaba
a Enrique y nuestras parrandas interminables, con mujeres nuevas cada noche y
ninguna certeza de la hora de llegada a casa. Paula dejó de ir a los bares en
que tocábamos luego de un año de vivir con Enrique. Se cansó del ritmo de la
fiesta. Incluso con ella presente, Enrique hacía de las suyas y entre los dos
repartíamos las ganancias de la noche. Y no hablo de dinero. Para él era algo
tan natural y libre que nada podía hacerle cambiar de parecer. Y todos
compartíamos el mismo credo, ella también.
Enrique y Paula salen de su cuarto mientras termino el desayuno y
se sientan en la mesa. Enrique y yo nos miramos con complicidad y aguantamos la
risa cuando vemos la expresión en la cara de Paula. El ambiente se siente
mal. Son demasiadas historias entre nosotros y el cansancio es evidente. Pasan
unos minutos y luego Paula dice que irá a visitar a una amiga. Enrique la sigue
al cuarto, cierra la puerta y discuten algo. La conversación sube a nivel de
gritos y Paula sale del apartamento mientras dice que no volverá jamás. Ya
habían peleado antes, pero nunca como esta vez.
Me siento cansado y aturdido así que vuelvo a la cama, cierro los
ojos y trato de poner mi cabeza en blanco, olvidar y dormir por un rato. Tengo
la certeza de que no volveré a ver a Paula. Tomo el poco de agua que queda en
el vaso que tengo en la mesa de noche y me siento vacío y cansado. Quiero
dormir y que este día acabe para comenzar uno nuevo.
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