Fue
hace cinco años. Tenía a mi cargo la organización de un congreso. Conseguir
patrocinadores, vender inscripciones y buscar conferencistas. Esta última parte
era la que más me preocupaba pues es la que garantiza el éxito del asunto. No
se puede poner a hablar frente a un auditorio de doscientas personas educadas a
cualquier mequetrefe. Y en este país que menosprecia lo propio, los ponentes
extranjeros son la fórmula ganadora.
El
programa estaba bastante bien. Ponentes de Estados Unidos, México, Uruguay,
España, Brasil. Invitamos también a un conferencista venezolano, amigo y
conocido de uno de mis jefes. Confirmó su participación y me encargué de todos
los preparativos para su llegada a Bogotá. Dos días antes del congreso recibí
el correo de un exministro de ese país, en el que me reprochaba que no lo
hubiéramos invitado al congreso como conferencista y sí a su paisano. Revisamos
el asunto y decidimos traerlo también como invitado. La diplomacia primero.
La
conferencia del personaje quedó en la agenda del segundo día, pero su llegada a
Bogotá temprano el anterior. No lo vimos durante toda la primera jornada, tampoco en
el cocktail de la noche. Sin embargo aparecía registrado en el hotel luego
de la llegada del vuelo que reservamos, todo dentro de los horarios previstos.
Llegó
la hora de su conferencia. El tipo entró al salón a tiempo, tomó el micrófono y
en menos de diez minutos se presentó, dijo que había sido ministro y ahora trabajaba
en el sector privado, que había escrito un largo libro sobre el tema de su
ponencia y que podíamos descargarlo de una página web. Acto seguido se despidió
y se largó.
El
siguiente conferencista era el venezolano conocido de mi jefe. Él se excusó por
el comportamiento del anterior y durante un poco más de una hora hizo una
charla interesante y divertida, con el buen humor que tienen los venezolanos y
la empatía necesaria para cautivar la atención del auditorio y dejar atrás el
incidente del extraño personaje.
Salí al
lobby del hotel a buscar al siguiente conferencista, que venía en un taxi desde
el centro de la ciudad. Mientras esperaba se abrieron las puertas del ascensor
y vi salir al ex ministro abrazando a dos mujeres jóvenes, altas, de falta corta
y que por la edad podían ser sus hijas. Un taxi los esperaba y los tres se
sentaron en el asiento trasero. No volví a verlo jamás.
Un par
de años después me encontré con un amigo argentino. Almorzábamos cuando le
conté la historia del ex ministro de juerga en mi congreso. Me dijo que la
última vez que lo vio fue en Los Angeles, unos meses antes y en
una reunión a la que asistía gente de todo el continente. Un grupo en el que
estaba mi amigo salió a comer y luego a tomar unos tragos. Al regreso se
encontraron con un tipo que llegaba abrazado a una mujer,
tan borrachos que cayeron al piso del lobby del hotel. Los ayudaron a parar y no sabían dónde
estaban. No podían hablar. Estaban borrachos como cubas.
El
hombre era el mismo personaje que vi en Bogotá abrazando a dos mujeres y
escapando de la ponencia que tenía que dar. Mi amigo lo conocía y ayudó a
identificarlo con el personal del hotel para que lo llevaran a su habitación
junto con la mujer. Es un tipo raro ese ex ministro, me dijo mi amigo cuando
terminamos el almuerzo. Es un gran juerguista, le dije y reímos recordando al
personaje y sus parrandas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario