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martes, 6 de mayo de 2014

El matarife


Me negué a visitarlo cada vez que hizo una nueva invitación para que fuera a su edificio. Ya había oído historias acerca de los invitados que entraban por el corredor de placas de baldosa blanca, curtidas por el barro y la sangre de los animales. 

Pero insistió tanto esa noche en la cafetería, que no tuve alternativa. Agotadas ya todas las excusas y con mi creatividad aplastada por la inminencia de las circunstancias, accedí a ir el viernes siguiente, cuando terminara el sacrificio y se dedicara a su excéntrico descanso, en ese horrible edificio apestoso que ocupa toda una manzana del centro de la ciudad, y cuyas habitaciones y comercios laterales arrienda a famas, cafeterías y estudios colectivos de artistas y artesanos.

Presionó con que tenía que conocer a un nuevo inquilino, que trabaja con barro y una sustancia de color morado que representa a la sangre en su obra, y que por el uso diario le ha dado ese mismo tono a su piel. Dijo que comenzaba a vender piezas a muy buen precio. Pude negar todas sus propuestas de negocios, consejos, fiestas, y trampas, pero me quedé sin palabras cuando habló del engendro violeta y me percaté de la ira que comenzaba a proyectarse en sus ojos grandes, brillantes y negros. Acepté entonces, en contra de mi voluntad, a ir el viernes en la noche. 

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A las nueve de la noche cerré la puerta de mi casa y crucé a la derecha para caminar las tres cuadras que me separan del edificio ineludible y fatal. En mi camino me acompañaron las voces, miradas y brindis de los vecinos. La efervescencia de la noche en proceso de alcanzar su punto máximo, cuando avanzaba por la última cuadra y todos podían ver hacia dónde me dirigía.

En la entrada principal, ese largo y solitario desfiladero, con sus placas de baldosa ahora recubiertas del líquido morado, y una puerta abierta a la izquierda, de la cual emana la sustancia. Asomé mi cabeza mientras mantenía el cuerpo contra la pared anterior a la puerta, y ví al artista en el suelo, en medio de un charco violeta, mientras gemía y abrazaba a una figura de barro, que moldeaba con sus manos y pies. Al fondo de la habitación, en una repisa vi figuras humanas en barro cuyo color era la mezcla del propio del material y de la sustancia favorita del autor. Vi brazos, torsos, rostros, cerebros y corazones, entre las piezas exhibidas.

El matarife me sorprendió por la espalda y entre carcajadas me invitó a continuar al interior del edificio. Veo que ya conociste a mi creador favorito, me dijo. Ya tendrás tiempo de sobra para él. Ahora vamos, vamos, que hay mucho por mostrarte. Le pregunté si nunca cerraba la puerta principal. No es necesario, respondió. Hay fuerzas que no puedes contener con el portón, pero eso no debería preocuparnos, al menos no por esta noche.

En el primer piso se encuentran las instalaciones de sacrificio y los cuartos fríos. El matarife señaló con su brazo derecho la ubicación de cada lugar y es en ese momento cuando pude ver las cicatrices de cuchillos en el antebrazo y justo abajo del pulgar. Al darse cuenta de lo que llama mi atención me dice que son cosas del oficio, y termina con una carcajada, de esas que sabe fingir con la potencia adecuada para aplastar cualquier manifestación de libre albedrío. Vamos al segundo piso, que no tenemos toda la noche.

Subimos las escaleras que comienzan al pasar una puerta siguiente a la del cuarto frío, y llegamos a las bodegas del edificio, compartidas para los negocios instalados  en el edificio, y separadas por divisiones y puertas de vidrio. Me gusta ver todo lo que sucede aquí, me dice luego de exhalar profundamente y con la mirada recorrer el lugar. Alguien tiene que poner orden y más importante que eso, debe ser la fuente del orden. Ahora extiende el brazo de las cicatrices ante mis ojos. Te voy a contar un secreto. Domina el arte de los cortes y el flujo de sustancias vitales, y siempre estarás protegido. Ahora continuemos a la última planta del edificio.

La oficina del matarife está en el tercer piso, en la cual exhibe cuchillos y navajas a lo largo de los cuatro niveles de estanterías que cubren la pared del fondo. En las laterales hay ventanas con vista hacia el patio interior de sacrificio y hacia la calle en el otro extremo. ¿Los oyes? ¿Sientes sus pasos?, me dice. Sumergido en la contemplación de la siniestra colección del matarife, pasé por alto la vibración del piso y un murmullo creciente que desde la calle se dirigía al edificio. El matarife suelta otra carcajada al ver la expresión de sorpresa y miedo en mi rostro, y me indica con el pulgar cortado la ventana exterior.

Vi a una horda de exaltados que entraba al edificio mientras se agitaban brazos y se oían gritos y consignas de muerte, revolución, justicia y poder del pueblo. Dando pasos hacia atrás volví hacia el interior hasta que tropecé con el matarife, que vuelve a reír y trata de calmarme. Tranquilo que esto pasa con alguna frecuencia. Ya te dije que no había nada de qué preocuparse esta noche. Vas a presenciar lo que sucede cuando el ciclo llega a su punto más alto, para luego retornar al estado inicial y cumplir la eterna condena de su repetición. 

El matarife tiene ahora un cuchillo en cada mano y se sienta en una de las dos sillas que ha puesto justo enfrente de la puerta abierta del tercer piso. Siéntate y contempla, me dice. Estás a salvo. Todos estos idiotas creen que tienen el poder para alcanzar algo. Creen que pueden cambiar sus vidas y vamos a seguir su juego. Creen que con aumentar sus riquezas van a lograr algo diferente. 

Si me lo preguntas, lo único que van a alcanzar es la consagración del rito de la violencia, para luego continuar con sus miserables existencias. Ahora están destrozando el cuarto del artista, se llevarán sus obras de sangre violeta, y harán pedazos al autor. Si eso no es suficiente, llegarán al segundo nivel para saquear las existencias de alimentos y bebidas. 

Ya lo he visto antes. No entrarán aquí porque no sabrían qué hacer. Solo dejo que la fuerza avance y espero, sentado contigo, mientras río a causa del principio básico de los acontecimientos y la levedad de sus actos. Por años he esperado su llegada y seguiré haciéndolo. Es el ritual y todos hacemos parte de él. Estás en el lugar adecuado y no debes preocuparte por salir de aquí.

En ese momento los gritos, pasos y golpes de cuchillos se sienten en el segundo piso, en medio de saqueos y combates, entre risas y lamentos de individuos gloriosos y sacrificados. Sentado junto al matarife oigo la respiración de los pocos rebeldes que suben al tercer piso. Desde la penumbra observan el cuarto de los cuchillos y puedo ver sus ojos y cuchillos brillar en la oscuridad. Recorren la habitación con la mirada, sus rostros se iluminan por momentos y muestran ira y ansiedad. También reflejan temor y la voluntad que se doblega. Retroceden poco a poco, para volver a formar parte de la fuerza que por ahora ocupa los pisos bajos del matadero. Primero desaparecen sus rostros, luego el brillo de los metales afilados y por último sus ojos grandes y blancos, que se diluyen en el negro corredor de acceso a la tercera planta.

Ya lo ves, me dice el matarife mientras se para de su silla, camina unos pasos y da la vuelta para quedar en frente mío. Te dije que no llegarían hasta aquí. Son incapaces de enfrentar su destino. Es lo que me hace diferente a ellos. Y también a ti, pues estás aquí aun cuando habrías preferido quedarte en casa. Ahora tenemos que ocuparnos de la fuente del orden. Ven aquí.

El matarife extendió sus brazos hacia mí con la intención de abrazarme, pero no conseguí ponerme de pie ni mucho menos hacerle caso a su absurda propuesta. Con los cuchillos aun  entre manos me señaló amenazando con cortes en el aire. Ven aquí, no quiero repetirlo de nuevo, me dice. Temblando dejo mi silla y me dirijo hacia él sin perder de vista los cuchillos aun en movimiento. Oigo de nuevo las voces de los rebeldes en el segundo piso y luego en mi cabeza se hace el silencio, cuando el matarife me detiene cruzando los cuchillos, solo a dos pasos de distancia del lugar que ocupa. Ahí estás bien, dice. Ya conoces las fuerzas que habitan y las que tratan de ocupar este lugar. Ya conoces el ciclo, sus movimientos y repeticiones. Ya terminé con mi condena y aquí comienza tu camino. El matarife dirige el cuchillo de la mano derecha a la altura del pescuezo y con calma hace un corte a lo largo de su garganta, mientras cierra los ojos y una sonrisa se dibuja en su rostro.

El matarife cayó al suelo y se dibujó un óvalo de sangre que crece y llega hasta mis pies. La sonrisa desapareció de su rostro y sus ojos fijos en una mirada inerte. Mi cuerpo está cubierto de manchas rojas y siento la cara húmeda. Recogí los cuchillos del matarife y sentí subir de nuevo las voces al tercer piso. 

Volví a mi silla y me senté con los cuchillos ensangrentados y esperé a que surgieran los primeros ojos y brillos de la oscuridad del corredor. Ahora se trata de luchar por mi vida y defender el lugar que ocupo. Ellos llegan a mi piso y sus ojos aparecen en la penumbra mientras los metales chocan y producen un agudo sonido que termina y no volverá a ser oído por nadie. 

Sus miradas se dirigen al cuerpo del matarife paro luego recorrer mi cuerpo ensangrentado y los cuchillos en mis manos, y vuelven luego al matarife y de nuevo a mí para continuar así con el ciclo, las suficientes veces necesarias para entender lo que ha sucedido. Al final sus miradas evitan las mías y sus pasos retroceden por el corredor en silencio, para desaparecer del todo. Al menos por esta noche.

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