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lunes, 29 de abril de 2013

Las cosas perdidas


No es fácil perder una guitarra o un computador, pero cuando pienso en cuántas sombrillas y cuántos teléfonos celulares he perdido en menos de diez años me asombro. Son muchos y cada objeto que ya no está conmigo me lleva a una historia particular en un momento de mi vida.

Respecto a las sombrillas, recuerdo una que mi mamá guardaba con especial cuidado. Pequeña, azul, de finos brazos metálicos y elegante mango negro. Accedió a prestármela para que no mojara mi vestido nuevo; yo tenía 20 años y comenzaba a trabajar en esos días. Llovía mucho y tenía que ir a una reunión al centro. Tomé un taxi, llegué a mi reunión a tiempo y en el camino había escampado. Bajé del taxi, entré a la reunión y luego de un rato caí en cuenta que la sombrilla ya no estaba conmigo.

Con los teléfonos, recuerdo varias parrandas en las que desaparecieron, así como un par de atracos, uno en el centro de la ciudad cuando salía de la universidad, y otro una noche borracho, al salir de un bar y un grupo de adolescentes, gañanes y algunos con cuchillos, me hicieron entregarles mi billetera y un viejo motorola gris, que tenía un juego en el que caían números desde la parte superior de la pantalla y el rollo era tocar la tecla respectiva a cada uno antes que cayeran al piso.

Pero nada se compara a no tener sueños que recordar. Cuando perdí mis sueños hace un par de años me sentí vacío; una simple máquina de trabajo encargada de tareas específicas que se cumplen de manera aceptable. Fue aterrador. Siempre se sueña, solo que a veces los sueños no se recuerdan al despertar.

Solía soñar mucho cuando niño. Sueños muy vívidos. En especial recuerdo dos: uno en el que estoy solo en la mitad de un coliseo romano y un león viene hacia mí. En el otro, el más importante para mí, estoy parado en la carrilera y el tren está a punto de pasar, así que me lanzo al verde prado para salvar mi vida, todo esto mientras mi hermana y mi tía me ven desde el carro parqueado a unos pocos metros de la carrilera, y ríen a carcajadas. Yo me pregunto ¿cómo pueden reír si estuve tan cerca de la muerte? Pero siguen riendo. Durante años repetí tantas veces la historia a mi hermana, que terminamos por creer que era verdad. Mi sueño se convirtió en nuestra realidad, un extravagante recuerdo de un momento que construimos con palabras, no con hechos, y gracias al nivel de confidencia que solo se puede desarrollar entre hermanos.

Pienso en las causas para haber dejado de soñar y encuentro que la razón mal enfocada se convierte en un instrumento nocivo para los sueños; al caer en la trampa de sentir que ya se realizaron, o peor aún en la de la seriedad que exige la edad adulta: el ser realista. En fin, toda una serie de represiones que con el paso del tiempo se sienten más y más. Creo que la razón es solo una herramienta que debe ayudar a buscar la felicidad. Y esto es lo único que importa.

Es necesario romper con los paradigmas que limitan la libertad del individuo. En un mundo obsesionado con el dinero y las apariencias es fácil perderse a la vuelta de la esquina y a cambio de unos cuantos pesos en la cuenta bancaria. Es una lucha, un jaleo diario entre el ideal y la necesidad material. Por otra parte, dejar a un lado la obsesión por el control, permitir que la esencia fluya y la inspiración se mueva a su ritmo.

Recuperar mis sueños en las mañanas es alentador. Saber que una fuerza inconsciente trabaja y genera historias es algo misterioso y encantador. Los escribo y trato de recordar cada sensación, cada color, cada persona. Casi es medianoche, estoy cansado y quiero saber qué sucederá al apagar la tele.

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