La primicia del día en el noticiero de la noche: Miko Leghamer capturado al llegar de Panamá, perseguido por la ley luego de una caída operación conjunta coordinada por Lucho Matanzas, granuja dedicado al tráfico de cocaína y propietario de una red de camiones distribuidores de harina de panadería. Leghamer era una lacra perseguida por las autoridades europeas por estafa en venta de vehículos, además del asunto de las drogas, y había quedado en entregar 500.000 verdes a Lucho por el negocio en Panamá. Parece que no cumplió el pacto y alguien lo delató. Miko fue capturado al entrar a Colombia, fingiendo ser holandés,pero con esa pinta de gañán criollo y acento sureño, solo un idiota podría haber caído en su patraña.
Apago la tele, sigo bloqueado, llevo días
sin escribir una maldita nota y comienzo a desesperarme. Nada tiene sentido y
no encuentro una idea, un sentimiento digno de mi hermosa Casino, la misma
guitarra de Lennon y Harrison en la Caverna, me digo para darme ánimos, pero no
funciona para nada.
La semana pasada quedé en salir a tomar
unos tragos esta noche, con Joao Fandango y Jerónimo, viejos amigos que no veo
hace algún tiempo. Joao viajará pronto así que es la última oportunidad de
pasar un rato juntos. Hago un par de llamadas y por lo que me cuentan, estaban
el uno escribiendo en su casa y el otro haciendo compras en el supermercado con
su mujer. Quedamos en vernos en la casa de Joao. Jerónimo estará cerca, pues
visitará la obra del local que remodela a unas pocas cuadras. Iremos a
evaluarlo y a estrenar, dice Fandango. La noche será divertida.
No hay alivio en el placer, pienso, pero una botella helada de
antioqueño funciona bastante bien. Jerónimo logró escapar de su mujer esta
noche y ahora da patadas de ninja a la botella y frena justo antes del impacto,
al estilo Mortal Kombat. Somos la primera generación Nintendo, y nuestros
cerebros quedaron afectados con la consola ochentera, y luego más con la
llegada del adaptador Nichiman/Nintendo y su versión Family/Nintendo.
Otra vez estamos sin mujeres, excepto
Jerónimo. Fandango y yo terminamos con nuestras novias en el último mes, y el
ambiente se calienta con los tragos, así como los chistes sobre las payasadas
en común de años atrás. Va la segunda botella de antioqueño. Salimos a la
calle, pasamos por el local que Jerónimo remodela, una tienda de artículos de
lujo, aun en obra negra. Venga lo inauguro, dice Joao, y se orina en la esquina
de la puerta de vidrio, mientras yo muero de risa y Jerónimo trata de no
hacerlo, algo herido en su orgullo. Tomamos un taxi y nos dirigimos a la
siempre abierta y oscura ciudad.
Llegamos al antro. “En viaje hacia la
redención, la luz no deja de pulsar”, canto en mi cabeza: está en todos
lados, viene y se va, al igual que un láser y el reflejo en la bola de
cristales que cuelga en el centro de la pista; en frente nuestro una despedida
de soltero termina con dos mujeres desvestidas de policía y solamente con sus
cascos de motocicleta puestos, en una guerra de espuma que hace del homenajeado
un desastre. El show que presenciamos es inspirador. Ya van tres botellas de
antioqueño y otra frase de Cerati da vueltas en mi cabeza: dame algo dulce nena, suelo volver
amargo; las mujeres abundan por todo el lugar, y de todos los tipos. En la
pasarela la chica principal tira sus medias a un desprevenido espectador de
primera fila, un baboso que luego recibe un golpe en la nuca del líder de su
grupo, persuadiéndolo de cederle las medias al jefe de la manada.
Comenzamos a desaparecer, uno a uno,
retirándonos por un corredor oscuro. Cuando regreso encuentro a Fandango
llorando en la mesa; en un par de días se irá a vivir a Francia y borracho, se
ha puesto sentimental. Un par de tragos y la fiesta sigue como si nada.
Jerónimo regresa a la mesa y se despide, dice que se va a cuidar a su vieja:
“creo que tiene gripa, ¿me presta su chaqueta?” La situación es absurda y yo
estoy muy borracho, así que solo puedo decirle que es una pena que se vaya,
pero que se olvide de llevarse mi chaqueta.
Cuando salimos del antro es de día y el
sol brilla en el cielo, deben ser casi las siete de la mañana. Siento ganas de
vomitar y un cosquilleo horrible en el cuerpo al ver a las familias que hacen
ejercicio por las calles. Es domingo, la ciclovía ha comenzado y nosotros no
hemos terminado la noche. Siento frío, la boca seca y caminamos por inercia.
Entramos al supermercado más cercano, y mientras busco agua Joao desaparece.
Doy un par de vueltas por el local y lo encuentro saliendo de la panadería: se
está comiendo una almojábana, el muy asqueroso. No tengo nada en contra de las
almojábanas pero, ¿en ese momento? Es increíble. Me da náuseas verlo, y es peor
cuando oigo su propuesta: “sigamos caminando, el día está bien para hacer
ejercicio”; le digo que está loco y tomo el primer taxi que veo en la calle y
lo arrastro conmigo. Es hora de dormir, no soporto la calle y sus habitantes
diurnos. Me quedo primero yo, Fandango sigue a su casa.
Despierto en la tarde del domingo, me
siento un poco borracho, pero ya recobré mi movilidad normal y el habla sin
trabas. Estoy eufórico, siempre sucede durante el par de horas previas al
guayabo, así que cojo la guitarra, la conecto al ampli de tubos y encuentro un
par de acordes distorsionados que reflejan mi estado de ánimo y comienza un
caótico proceso de composición. Queda poco tiempo antes de caer en la depresión
del guayabo, y las notas e ideas son lo que queda de una noche de juerga: un
juego de azar, mi realidad y el Trip Despierto. Un paseo inmoral y su banda
sonora.
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