Alisto maletas con lo
necesario para pasar una semana en Nueva Zelanda: ropa para el inicio de
invierno, libretas de notas, esferos y un paquete pequeño de tarjetas de
presentación. Y es pequeño a propósito, por lo que sucedió en el viaje a Belo
Horizonte hace un par de años.
Esa vez viajaba a un
congreso en la capital de Minas Gerais. Una parte de mi trabajo consistía en
hacerle publicidad a mi Congreso en Bogotá, que preparaba para cuatro meses
después del viaje. El vuelo hacia Sao Paulo estaba programado en la noche, para
luego tomar un vuelo doméstico a Belo Horizonte. Entré a la sala de espera y me
encontré a un viejo amigo y profesor de la Nacional que viajaba al Congreso
como conferencista. Cada vez que nos encontramos tenemos entretenidas
conversaciones.
Ya era medianoche y nuestro
vuelo se había retrasado cuando una azafata extranjera tomó el micrófono y en
un mal español llamó a algún pasajero al mostrador. No le puse atención. A los treinta minutos
volvió a llamar al pasajero y nadie se presentó. Pasaron unos minutos más
cuando llegó un oficial de policía a la sala y comenzó el abordaje al avión. Hicimos
la fila y cuando presenté mi tiquete a la azafata me dijo: “señor Martinez,
Jorge –realmente sonaba algo así como Marchines Chorlle– lo estamos llamando
para solucionar un problema con su equipaje”.
Ya no había tiempo para ir
a esos cuartos de requisa que se ven en las películas, así que todo el asunto
sucedió en una esquina del pasillo que desciende a la pista del aeropuerto. El policía
me preguntaba todo lo que se le pasaba por la cabeza: nombre, nacionalidad, trabajo,
destino del viaje, contenido de mi equipaje. La gente que bajaba me miraba con
cara de repudio. Mi amigo pasó y me dijo “Nos vemos en Belo Horizonte”, entre
risas al verme en mi incómoda situación.
El policía me dijo que la
demora en el vuelo era por mi maleta. Después de sacar camisas, calzoncillos,
medias y productos de aseo, caí en cuenta del problema. Le dije al policía que
sabía cuál era la causa de su sospecha. En el fondo de la maleta tenía un
paquete con mil volantes publicitarios de mi Congreso. A los ojos del policía, se
trataba de un fajo de billetes o de un ladrillo de cocaína. Cuando saqué el
paquete y lo abrí el tipo hizo gesto de rabia por perder su tiempo y me dijo
que siguiera.
Son las cosas que pasan cuando
los controles a los pasajeros llegan al punto del absurdo y antes de viajar hay
que pensar en qué harían el traficante, el delincuente o el terrorista, para no
ser un sospechoso. Dejar la chaqueta, quitarse el cinturón, mostrar el portátil
a un securata, no llevar armas, ni objetos contundentes –esto lo entiendo–
productos líquidos en presentaciones mayores a 100 ml, etc.
Es el discurso de
la seguridad: ideal, aparatoso y costoso. Cuando la incertidumbre es la regla. Por
ahora espero no haya más requisas ni volver a oír a alguien en el pasillo diciendo
“nos vemos en Auckland”.
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