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jueves, 6 de junio de 2013

Nos vemos en Auckland

Alisto maletas con lo necesario para pasar una semana en Nueva Zelanda: ropa para el inicio de invierno, libretas de notas, esferos y un paquete pequeño de tarjetas de presentación. Y es pequeño a propósito, por lo que sucedió en el viaje a Belo Horizonte hace un par de años.

Esa vez viajaba a un congreso en la capital de Minas Gerais. Una parte de mi trabajo consistía en hacerle publicidad a mi Congreso en Bogotá, que preparaba para cuatro meses después del viaje. El vuelo hacia Sao Paulo estaba programado en la noche, para luego tomar un vuelo doméstico a Belo Horizonte. Entré a la sala de espera y me encontré a un viejo amigo y profesor de la Nacional que viajaba al Congreso como conferencista. Cada vez que nos encontramos tenemos entretenidas conversaciones.

Ya era medianoche y nuestro vuelo se había retrasado cuando una azafata extranjera tomó el micrófono y en un mal español llamó a algún pasajero al mostrador.  No le puse atención. A los treinta minutos volvió a llamar al pasajero y nadie se presentó. Pasaron unos minutos más cuando llegó un oficial de policía a la sala y comenzó el abordaje al avión. Hicimos la fila y cuando presenté mi tiquete a la azafata me dijo: “señor Martinez, Jorge –realmente sonaba algo así como Marchines Chorlle– lo estamos llamando para solucionar un problema con su equipaje”.

Ya no había tiempo para ir a esos cuartos de requisa que se ven en las películas, así que todo el asunto sucedió en una esquina del pasillo que desciende a la pista del aeropuerto. El policía me preguntaba todo lo que se le pasaba por la cabeza: nombre, nacionalidad, trabajo, destino del viaje, contenido de mi equipaje. La gente que bajaba me miraba con cara de repudio. Mi amigo pasó y me dijo “Nos vemos en Belo Horizonte”, entre risas al verme en mi incómoda situación.

El policía me dijo que la demora en el vuelo era por mi maleta. Después de sacar camisas, calzoncillos, medias y productos de aseo, caí en cuenta del problema. Le dije al policía que sabía cuál era la causa de su sospecha. En el fondo de la maleta tenía un paquete con mil volantes publicitarios de mi Congreso. A los ojos del policía, se trataba de un fajo de billetes o de un ladrillo de cocaína. Cuando saqué el paquete y lo abrí el tipo hizo gesto de rabia por perder su tiempo y me dijo que siguiera.

Son las cosas que pasan cuando los controles a los pasajeros llegan al punto del absurdo y antes de viajar hay que pensar en qué harían el traficante, el delincuente o el terrorista, para no ser un sospechoso. Dejar la chaqueta, quitarse el cinturón, mostrar el portátil a un securata, no llevar armas, ni objetos contundentes –esto lo entiendo– productos líquidos en presentaciones mayores a 100 ml, etc. 

Es el discurso de la seguridad: ideal, aparatoso y costoso. Cuando la incertidumbre es la regla. Por ahora espero no haya más requisas ni volver a oír a alguien en el pasillo diciendo “nos vemos en Auckland”.

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