Era el
presidente de la empresa. Con una importante carrera política que lo llevó a
ser senador por varios períodos, ministro de distintas carteras e incluso
Presidente de la República por encargo, en una ausencia temporal de quien había
sido elegido por voto popular. Al final de sus años y ya retirado de la vida
pública, se había dedicado a dirigir la empresa, con importantes logros en sus
primeros años, para luego dar paso al cansancio y desinterés por la labor. Algo
normal en alguien que llega al final de sus días gloriosos y encuentra
predecibles e irritables los primarios asuntos de los negocios, ganancias,
márgenes y competencias.
Su
desprecio por lo que sucedía en el entorno de la empresa iba de la mano de su
mal carácter. Era muy amable y cortés al llegar a una reunión y saludar a los
presentes, aun con esa autoridad que emana de quien ha ocupado altos cargos de
gobierno. Pero si algo o alguien interrumpía el lenguaje diplomático que él
había iniciado, las cosas cambiaban por completo y era normal oír sus gritos
que recordaban sus épocas de senador. En ese momento nadie podría haberlo
enfrentado, a menos que se arriesgara sin chance de éxito a una paliza verbal.
En la
empresa siempre llegaba tarde a las reuniones, entre media y una hora después
de haber comenzado, incluso cuando los principales clientes estaban presentes.
La gente importante llega tarde y se va temprano, pero todo depende de la
calidad de la audiencia y si está dispuesta a esperar. Se sentaba luego
de saludar a los presentes y me preguntaba al oído, aunque no habría sido
necesario por el alto volumen de sus palabras, tanto que todos los presentes lo
podían oír:
-
¿Quién es el señor sentado a su izquierda, doctor Martínez?
- Es el
doctor Méndez, representante de oriente.
- Ah,
no lo conocía - mientras tanto se paraba a comer una de las empanadas servidas
en el centro de mesa, frente a las miradas de sorpresa de los presentes. Acto
seguido se sentaba en su silla y luego de unos minutos comenzaba a cabecear. El
sueño lo vencía hasta que algo lo hacía volver y generalmente era la cólera.
Su mal
carácter tenía detonantes específicos. Uno de ellos era Laura Medina, quien
trabajaba para una empresa de la competencia. Era una mujer desagradable,
grosera y manipuladora. Fumaba en toda situación, incluso la vi encender sus
Marlboro rojos en la sala de un Ministerio, en la época en que aun no se
perseguía a los fumadores, pero que ya se cumplían ciertas normas de protocolo
al respecto.
Al oír
que alguien mencionó su nombre, él despertó diciendo:
-
¿Laura Medina? ¡Esa es una vieja hija de puta! ¡No la soporto! - Las risas de
todos los presentes surgían en momentos como este y la reunión se hacía por
primera vez entretenida en toda la jornada. Y continuaba:
-
Cuando hablamos de la problemática del sector, ella tiene nombre propio y ese
nombre es Laura Medina. ¡Cómo odio a esa vieja hija de puta! - Las risas
continuaban y luego se cambiaba de tema y el gran jefe volvía a ceder al sueño.
Conmigo
siempre fue un tipo respetuoso y consultaba mi opinión sobre temas puntuales
para él construir su visión general, la cual nunca perdió. Tampoco su capacidad
negociadora innata del político. En momentos de tensión y dificultades lo vi
lograr acuerdos reuniendo a las partes en conflicto en un pasillo y conciliando
sus posiciones. Entendí su desprecio por los asuntos diarios del negocio y su
talento natural para resolver los asuntos de mayor trascendencia.
Cuando
me retiré de la empresa me invitó a almorzar al Metropolitan, tomamos un par de
tragos de whisky y me agradeció por mi trabajo. Hablamos unos minutos más hasta
que el sueño volvió a ganarle la batalla. Le dije que me harían falta las
discusiones con Laura Medina y volvió a la conversación en el acto, y nos
reímos sobre la pesada vieja hija de puta.
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