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sábado, 22 de junio de 2013

El gran jefe

Era el presidente de la empresa. Con una importante carrera política que lo llevó a ser senador por varios períodos, ministro de distintas carteras e incluso Presidente de la República por encargo, en una ausencia temporal de quien había sido elegido por voto popular. Al final de sus años y ya retirado de la vida pública, se había dedicado a dirigir la empresa, con importantes logros en sus primeros años, para luego dar paso al cansancio y desinterés por la labor. Algo normal en alguien que llega al final de sus días gloriosos y encuentra predecibles e irritables los primarios asuntos de los negocios, ganancias, márgenes y competencias.

Su desprecio por lo que sucedía en el entorno de la empresa iba de la mano de su mal carácter. Era muy amable y cortés al llegar a una reunión y saludar a los presentes, aun con esa autoridad que emana de quien ha ocupado altos cargos de gobierno. Pero si algo o alguien interrumpía el lenguaje diplomático que él había iniciado, las cosas cambiaban por completo y era normal oír sus gritos que recordaban sus épocas de senador. En ese momento nadie podría haberlo enfrentado, a menos que se arriesgara sin chance de éxito a una paliza verbal.

En la empresa siempre llegaba tarde a las reuniones, entre media y una hora después de haber comenzado, incluso cuando los principales clientes estaban presentes. La gente importante llega tarde y se va temprano, pero todo depende de la calidad de la audiencia y si está dispuesta a esperar.  Se sentaba luego de saludar a los presentes y me preguntaba al oído, aunque no habría sido necesario por el alto volumen de sus palabras, tanto que todos los presentes lo podían oír:  

- ¿Quién es el señor sentado a su izquierda, doctor Martínez? 
- Es el doctor Méndez, representante de oriente.
- Ah, no lo conocía - mientras tanto se paraba a comer una de las empanadas servidas en el centro de mesa, frente a las miradas de sorpresa de los presentes. Acto seguido se sentaba en su silla y luego de unos minutos comenzaba a cabecear. El sueño lo vencía hasta que algo lo hacía volver y generalmente era la cólera.

Su mal carácter tenía detonantes específicos. Uno de ellos era Laura Medina, quien trabajaba para una empresa de la competencia. Era una mujer desagradable, grosera y manipuladora. Fumaba en toda situación, incluso la vi encender sus Marlboro rojos en la sala de un Ministerio, en la época en que aun no se perseguía a los fumadores, pero que ya se cumplían ciertas normas de protocolo al respecto.

Al oír que alguien mencionó su nombre, él despertó diciendo:

- ¿Laura Medina? ¡Esa es una vieja hija de puta! ¡No la soporto! - Las risas de todos los presentes surgían en momentos como este y la reunión se hacía por primera vez entretenida en toda la jornada. Y continuaba:

- Cuando hablamos de la problemática del sector, ella tiene nombre propio y ese nombre es Laura Medina. ¡Cómo odio a esa vieja hija de puta! - Las risas continuaban y luego se cambiaba de tema y el gran jefe volvía a ceder al sueño.

Conmigo siempre fue un tipo respetuoso y consultaba mi opinión sobre temas puntuales para él construir su visión general, la cual nunca perdió. Tampoco su capacidad negociadora innata del político. En momentos de tensión y dificultades lo vi lograr acuerdos reuniendo a las partes en conflicto en un pasillo y conciliando sus posiciones. Entendí su desprecio por los asuntos diarios del negocio y su talento natural para resolver los asuntos de mayor trascendencia.


Cuando me retiré de la empresa me invitó a almorzar al Metropolitan, tomamos un par de tragos de whisky y me agradeció por mi trabajo. Hablamos unos minutos más hasta que el sueño volvió a ganarle la batalla. Le dije que me harían falta las discusiones con Laura Medina y volvió a la conversación en el acto, y nos reímos sobre la pesada vieja hija de puta.  


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