Una aburrida tarde de viernes en su oficina
de negocios bursátiles. La vista a los cerros orientales desde el piso
diecisiete de su elegante oficina en la calle setenta y dos no es suficiente.
Tampoco su secretaria rubia, delgada y voluptuosa. Menos aún después de haberse
acostado con ella anoche, luego de acabar con una botella de whisky en su
despacho y cuando ya todos los compañeros de trabajo se habían ido. Acostarse
es una descripción incorrecta. Usaron el escritorio y luego la mesa de juntas.
Ella le produce hastío en este momento.
La resaca apenas lo deja pensar con
claridad. Su cabeza está nublada y los temores lo invaden. Esta semana tuvo que
entregar su apartamento en Cartagena, el yate y un auto de lujo como parte del
arreglo con las autoridades para resarcir las pérdidas de sus principales
clientes. Su mundo se derriba lentamente y se está quedando solo. Las ratas
huyen del barco que se hunde y el capitán está perdiendo la cabeza.
Saca del cajón de su escritorio el tarro
donde guarda las anfetaminas. Toma dos y las pasa con un trago de café negro.
Cierra la puerta, abre la ventana y enciende un cigarrillo. No está permitido
fumar en el edificio pero le da igual. Frente al estado actual de las cosas un
llamado de atención de recursos humanos o seguridad le es indiferente. Con la
primera bocanada se relaja y piensa en los buenos días, cuando todo andaba
bien: gozaba de buena fama entre altos círculos de gobierno y dirigentes
empresariales, y en una noche de parranda podía obtener miles de millones para
invertir en un nuevo hedge fund, emisiones de bonos basura o acciones de
empresas emergentes. Con tanto alcohol, cocaína, su contabilidad creativa y
mujeres semidesnudas en medio, el asunto era pan comido. Se ríe en su interior
y por primera vez disfruta el final de la tarde. Le parece un momento
simbólico. Sabe que su vida está jodida y le quedan los días contados. Abre el
tarro de anfetaminas y toma una pastilla más.
Pasó la última semana entre visitas a
juzgados, oficinas de abogados y reuniones secretas con los directivos de la
empresa. Hasta hace un par de meses era el niño genio de las finanzas, la joya
de la corona y orgullo de los socios. Ahora ninguno de ellos quiere ser visto a
su lado. Falta poco para que la prensa se entere del escándalo. El dinero
desapareció en buena parte y lo que queda no alcanzará para dejar tranquilo a
todos los involucrados. Lleva un par de semanas de alcohol y drogas para llevar
la presión. Siempre en las noches. La mayoría de las veces solo y de vez en
cuando teniendo sexo con su secretaria en la oficina, caso de la noche
anterior.
Comienza a sentirse enérgico. Las pastillas
hacen su efecto cuando recibe una llamada del socio mayoritario. Como siempre,
número oculto en el celular. Lo saluda tratando de ser gentil:
- Hola mi doctor, ¿cómo estuvo el partido de tenis de hoy?
- Mejor que la reunión con los clientes de Canarias. No quieren saber de
usted ni de la empresa. Van a hablar a la prensa.
- Pero si ellos no tienen problema. Sus depósitos están a salvo en el
fondo de Bahamas. Nadie sabe de ese dinero. En los juzgados nadie lo ha
mencionado.
- ¿Está seguro? ¿Ha hablado recientemente con su socio en Nassau?
- Hace un par de semanas, sí.
- Mi hijo fue a buscarlo ayer y la oficina está cerrada. Nadie trabaja
allí desde el sábado. En Canarias corre la voz de que escapó para Malta y la
Bratva lo protege.
- No puede ser. Voy a llamarlo ya. No puede escapar.
- No lo hará. Usted tampoco. Está metido en un gran problema. De ahora en
adelante es mejor que no hablemos más de lo necesario. No me busque en la cena
de beneficencia de esta noche. Yo lo llamaré luego.
Cuelga el teléfono y la mano le tiembla.
Sabe que el socio es un hombre de oscura reputación. Hará lo que sea para
salvar su pellejo y sobre todo, su dinero. Siente una combinación de temor por
su vida y adrenalina extra por cuenta de las anfetaminas. Piensa que es hora de
salir y dar un paseo. No hay nada más que hacer. A dónde, no lo sabe aún. La resaca
se diluye en medio de su nuevo estado de euforia. Sale de la oficina y camina
por el corredor. Su secretaria saca unas fotocopias cuando él se acerca por
detrás y la toma de la cintura con una mano y del pecho izquierdo con la otra.
Ella voltea la cara y él le da un largo beso, sin encontrar resistencia. El
resto de la gente en la oficina los mira aterrados. Había rumores de su
relación pero ninguna prueba. Ahora es distinto. Le dice adiós, y sin más
palabras sale corriendo por el pasillo de entrada y alcanza el ascensor cuya
puerta se está cerrando.
Camina por la séptima hacia el norte. Para
en una tienda y compra una cerveza que sigue tomando en el camino. Fuma un
cigarrillo, saca el tarro del bolsillo del saco y traga una pastilla más. Se
quita la corbata y la deja en un bote de basura. Después de diez cuadras de
trayecto deja los zapatos en medio de la calle. Se siente cómodo al tocar el
pavimento con los pies. Le divierte ver la cara de la gente, correctamente
vestida y asustada al darse cuenta de su apariencia. Una mujer lo detiene y le
pregunta si le pasa algo. La ignora y sigue avanzando.
Se hace de noche cuando suena la alarma de
su celular. Había olvidado la cena de beneficencia de las siete. No tiene
tiempo para llegar a su casa, así que da media vuelta y se dirige al club. Está
a pocas cuadras y la cena comienza en diez minutos. En su condición de promotor
no puede faltar. El discurso inicial está a su cargo.
El vigilante no lo deja entrar al club por
no tener zapatos ni corbata. Lo soborna con un billete de cincuenta mil y entra
rápidamente. Sube al ascensor, luego de sacar otro billete para el operario y
se baja en el piso octavo. El salón está lleno de líderes empresariales,
políticos y algunos militares. En una mesa ve al socio mayoritario de la
empresa con su esposa. Evitan mirarlo y él hace lo mismo. Sabe que está solo.
Ya no le importa. La gente rumora sobre el aspecto del anfitrión. Camina
directo al escenario y en el camino toma un vaso de whisky con hielo de la
bandeja del mesero que sirve bebidas a una mesa de ancianas.
Sube al escenario. Una de las organizadoras
trata de detenerlo y le pregunta si está bien. No hace caso, la esquiva y toma
el micrófono. Saca el tarro de su bolsillo y toma un par de pastillas más que
pasa con un trago del whisky que le queda. Y comienza el show:
(")
Señoras y señores, ministros y ministras,
sacerdotes y sacerdotisas, generales y generalas, perros y gatas. No me
complace estar aquí. La verdad es que preferiría seguir tomando whisky mientras
fornico con mi secretaria en la mesa de reuniones de mi oficina, antes que
venir a compartir el poco tiempo que tengo con semejante puñado de vejetes y
mequetrefes que son ustedes.
Por su reacción veo que mis palabras causan
risa en algunos y malestar en otras. No hay nada de gracia en lo que digo. No
debería decir nada más pero hay que llenar el vacío. Y ya que es mi papel lo
haré con palabras debidamente ordenadas y en lo posible que contengan mayoría
victoriosa para las vocales. No se confundan. El asunto es sencillo:
"bursátil" es una mala palabra desde ese punto de vista. Cinco a tres
a favor de las consonantes. ¿Qué gracia tiene la victoria cuando se tiene la
ventaja numérica a favor? Son veintitrés consonantes contra cinco de las otras.
La cosa es diferente cuando hablamos de "cocaína". Cuatro a tres a
favor de las vocales, que triunfan con la mínima diferencia. Pero cuando se
habla de "auditoría" es el momento de pararse a aplaudir. En esta
ocasión la victoria es contundente con el seis a tres a favor de las cinco
solitarias pero promiscuas vocales de toda la vida. Estas chicas fáciles le dan
sabor a la vida de los amargos e insonoros caballeros consonantes.
Ya entienden mi punto. Si no, lo entenderán
con el tiempo. Ese mismo que algunos piensan estar perdiendo ahora. Veo por
ejemplo a mi doctor en la mesa de la derecha con su señora, los dos que evitan
mirar al escenario. Evitan mirarme, para ser más específico. Y en esto rompo
las normas. No debería puntualizar nada en lo absoluto. Dejemos ese molesto
nivel de detalles solo para los casos necesarios, tales como interrogatorios,
juicios y relaciones sexuales, donde todo detalle vale.
¿No les parece que hablo con la seriedad
que el momento amerita? ¿Mi actitud no es la correcta para un acto de
beneficencia? Les diré algo. Este tipo de eventos y lugares filantroprostíbulos
y benenvolventes me producen mareo. Aquí todos se creen encantadores,
simpáticos y deliciosos, para recordar con sus palabras al poeta rumano en
París. Pero yo les digo: me encuentro rodeado de imbéciles, payasos y figurines
sin importancia alguna. Y no crean que me siento mejor que ustedes. Mi frasco
vacío de anfetaminas es a mi verborrea lo que los fondos de inversión que
administro a sus ambiciones y fraudes de impuestos. Poca cosa, quiero decir. Si
los fondos de pensiones anuncian públicamente sus pérdidas por fluctuaciones
del mercado ¿por qué no puedo hacerlo yo? A ellos los rescatará el gobierno
cuando los medios conozcan el problema y le dediquen portadas y cabezotes por
un par de días. Luego hablarán del riesgo de contagio del sistema, posible
pánico financiero, o cualquier otra cosa denunciada por eficientes plañideras.
Para no dar más rodeos, les digo que su
dinero se fue. El mío también. Mis bienes corrieron con la misma suerte. Esta semana
entregué mi carro, un yate y un apartamento. Así que les pido que esta
beneficencia se realice por mi causa que es la misma suya. Y prometo celebrar
con ustedes en este mismo lugar y dentro de seis meses, el retorno de su inversión
si deciden aportar por mi causa. Es una buena. No tiene pierde. Apuesto a las
oportunidades que nadie ha encontrado. A la basura cuyo peso vale millones. Apuesto
por el caos que genera movimiento. Por la vida oculta en la muerte. Por la
molestia que genera placer. Por el rescate de gobierno que creará el impuesto a
las transacciones maritales, noviazgos y acercamientos con posibilidades
sexuales.
Es hora ya de acabar con esto. Un último whisky
y prometo que terminaré. Aunque si les digo la verdad, no quiero hacerlo y
podría seguir parado ante ustedes hasta que me bajen a golpes. Pero la historia
necesita un fin. O mejor un buen escándalo. Un par de pastillas más, uno menos
de zapatos y la verdad electrizante disfrazada de perrito de señora. Estoy cansado
y necesito darme un respiro. Si necesitan información adicional estaré en mi
oficina, fornicando.
Para este momento en que dejo el escenario, veo al personal de seguridad del club caminando hacia mí. Tengo poco tiempo para
terminar, aunque material de sobra para continuar por horas. Adiós sinverguenzas míos.
(")
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