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martes, 30 de julio de 2013

Un día cualquiera en Medellín

Mi vuelo sale de Bogotá a las 7:40 de la madrugada. Pido el taxi a las seis, mucho antes de lo necesario pero lo hago porque en media hora ya no llegará ninguno hasta mi casa en la hora pico. Así que salgo con las primeras luces del día, los ojos rojos y el sabor a trasnocho en la boca. Logré dormirme luego de ver de nuevo Gangster Americano. La historia sobre Frank Lucas, el tráfico de la innovadora blue magic y la persecución del honesto y mujeriego Richie Roberts me mantuvo despierto casi hasta la una de la mañana.   
  
Llego al aeropuerto y me siento orgulloso de mi cumplimiento y tiempo de sobra suficiente para tomar un café y comer algo. Tengo un poco más de una hora. No es algo usual para mí. Voy a la máquina de check-in y el mensaje termina con mi alegría: SU VUELO SE HA CERRADO. En la oficina de información me dicen que mi vuelo y el anterior están atrasados. Cerrados. Da igual.

- ¿Tiene equipaje? –pregunta la señora en información.
- Solo una maleta de mano –le respondo.  
- Entonces puede seguir INMEDIATAMENTE a la sala 2. Están abordando.

Mierda. A correr y alcanzar mi nuevo vuelo. Si llevara más equipaje habría tenido que empezar el día con una pelea con Avianca. No fue así. Alcanzo el vuelo de las 6:30 y viajo sin más problemas. Me quedo dormido y sueño profundamente por treinta minutos. Último descanso antes del comité que irá hasta mediodía.

Estoy en un teatro de paredes blancas, piso y sillas de madera, al igual que el techo del escenario. Al menos debe haber unas quinientas personas de pie, hablando y esperando a que la función comience. Me siento en la primera fila cuando un par de señoras salen detrás del escenario y llaman al público al orden y a tomar sus respectivos lugares.   

Cuando ya todos estamos sentados, el escenario se llena con una fila de veinte niños y niñas, vestidos de pantalón corto blanco y camisa azul. Se quedan parados mirando al público, estáticos. No hacen nada. Desde el fondo del escenario y a la extrema derecha se ve la cara de un señor de anteojos que hace señas a los niños. Abre sus ojos y agita las manos. Les dice: “¡niños! ¡seguridad, seguridad, seguridad!”. Pero no responden. Siguen callados. El niño de la mitad, gordo y de pelo amarillo comienza a llorar. La niña morena de al lado lo sigue y así sucede con el resto de niños. Lloran sin parar. Personas del público suben al escenario y acarician y cargan a los niños. Deben ser sus padres; o tal vez agentes del Estado benefactor.

Los niños en paro: lloran y la autoridad corre a calmarlos. Nada más efectivo que una buena pataleta para conseguir lo que se necesita. Más aún cuando la figura de poder es vulnerable. No funciona en mi caso. Solo me río de la situación. El gordito que comenzó la protesta se ha calmado y me mira a los ojos. No le hice caso a sus lloriqueos, pero tampoco me molestan. Termina la función y salgo a la calle.        

Ya es hora de almorzar. Pido un teppanyaki y un café al final en un restaurante del Parque Lleras. Salgo a caminar, doy un par de vueltas por el parque y las calles de los bares y restaurantes, hasta que llamo a un taxi a media cuadra con la mano. Voy para el aeropuerto. El tipo me saluda con cara de alegría y me dice:

- Hermano, sabía que usted me iba a traer suerte.
- ¿Por qué?
- Porque llevo tiempo esperando al man que está ahí vea –lo señala en el parque, sentado con su novia en las piernas– pero nada que suelta a esa viejita. Ese no iba a salir con nada.
- Seguro, mejor ir para Rionegro.

El taxista es un tipo simpático. En el viaje me cuenta de los preparativos de la ciudad para la feria de las flores, que comienza el viernes y que será una buena parranda; habla sobre su señora, que siempre pide que lo recoja cuando está ocupado como ahora. Una voz sale de su GPS y dice BAJE LA VELOCIDAD, SUPERA EL LIMITE PERMITIDO. El tipo me explica que su GPS tiene ubicadas las cámaras de control de la ciudad. Lo compró luego de varias multas por exceso de velocidad. Sesenta kilómetros por hora es un límite paquidérmico. Me gusta esta aplicación de ingenio criollo.

El taxista ha aprendido a ahorrar y ahora se guía por el panfleto titulado “cómo hacer rendir la plata como taxista”; incluye tips ahorradores, ubicación de cámaras de control de velocidad en la ciudad y lista de lugares turísticos para llevar a los clientes, con valor aproximado de las tarifas.  

Llego al aeropuerto de nuevo. Hice el chick-in en Bogotá así que entro a la sala de espera. No hay nadie de Avianca en la puerta número 2, asignada a mi vuelo. Paso a la siguiente y pregunto por mi vuelo a una señorita.

- Está retrasado. No ha salido aún de Bogotá.
- ¿Cuánto se demora en salir?
- No sabemos aún. ¿Trae usted equipaje?
- Solamente esta maleta de mano.
- Espere un momento.

Me pide mi tiquete y lo cambia por uno para el vuelo de las dos, que también está retrasado pero saldrá en veinte minutos. Otra vez tengo suerte. Busco un asiento en la sala de espera cuando veo en un rincón al antiguo presidente y socio de la principal firma comisionista de bolsa de Colombia, tristemente célebre por el escándalo que por poco se lleva al infierno al sector financiero nacional y sí logró la desaparición de la firma, al igual que los ahorros declarados y no declarados de muchos.

Ya no espera el vuelo en el salón VIP. Entre el pueblo hay menos chance de ser reconocido y tener problemas, pensará. Llaman a abordar el avión y es el primero en hacer la fila de clase ejecutiva. Entra pero se sienta en clase turista. Cómo cambian las cosas para estos personajes. Del tipo regordete en las portadas de las revistas queda poco. Se lo ve flaco, demacrado y malgeniado.  

Personajes divertidos y otros no tanto, un día cualquiera en Medellín. Pataletas, sol y un plato de comida. Me gusta llegar a Rionegro porque la transición es perfecta entre el clima de Bogotá y la montaña antioqueña, para luego, en menos de una hora cambiar la temperatura al llegar a Medellín. Y después del almuerzo, cuando el calor comienza a golpear a los bogotanos desacostumbrados como yo, subir de nuevo a la montaña y disfrutar de la fresca brisa que baja por Las Palmas. Mejor aun cuando se supera el límite de los 60 kilómetros por hora.
    

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