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domingo, 30 de junio de 2013

Cua Cua


Mi abuelo contaba la historia del loco del centro de Bogotá, cuando era estudiante de derecho en el Rosario. Pomponio era su nombre. Todo iba bien con él en la calle, en la iglesia, en el mercado, hasta que alguien se atrevía a decirle: "¿Pomponio quiere queso?" En ese momento el tipo perdía el control y se lanzaba a perseguir y darle golpes al personaje. Luego se calmaba y todo seguía como si nada.

En mi colegio teníamos al propio loco. Yo estaba en primaria y el tipo en bachillerato. Tocaba el bombo en la banda de guerra. Era gordo, mediano de estatura y tranquilo. Solo hasta que oía las dos palabras que desataban su demonio interior: CUA CUA.

Recuerdo una vez que la banda estaba ensayando en la hora del descanso de la tarde. Todo iba bien hasta que alguien que jugaba fútbol gritó las palabras mágicas. CUA CUA. Acto seguido el tipo dejó el bombo en el piso y salió a perseguir al osado que ya le llevaba ventaja en la cancha. Mientras corría, CUA CUA mandaba hideputazos y su voz se convertía en lloriqueos de ira. Todos los demás reíamos.

Otro día el tipo estaba en el bus escolar, sentado en la ventana esperando a que subieran los últimos pasajeros y comenzar el viaje de regreso a casa. En ese momento alguien en el bus del lado gritó CUA CUA, y el tipo se bajó y comenzó a golpear las puertas del bus, que ya se habían cerrado. El coordinador del bus tardó un par de minutos para calmarlo y hacerlo regresar al suyo.

Los mayores del colegio se la montaban mucho y por épocas lo tenían mareado con el asunto. Pero que lo hicieran los menores, eso fue demasiado para el tipo loco. Y así fue como pasó. Estábamos en clase y los de bachillerato ya estaban en el descanso de la mañana, jugando fútbol en la cancha que daba justo a la ventana del salón. El tipo jugaba el partido y alguien desde adentro lo llamó: CUA CUA. El tipo se quedó quieto viendo al salón mientras sus compañeros se reían. No podía hacer nada pues estábamos en clase. El profesor regañó al personaje que gritó por la ventana y continuó.

A los cinco minutos mi compañero volvió a gritarle a CUA CUA y ahora las risas eran imparables dentro y fuera del salón. El profesor salió del salón, para recoger algo en la sala de maestros. Al siguiente grito de CUA CUA el tipo entró al salón, aprovechando la ausencia del profesor.

Comenzó a gritar como un loco: "¿quién fue el hijueputa? ¡Lo voy a cascar! ¿Quién fue malparidos? ¡Fue usted!", le dijo a uno de lo pequeños en la primera fila y junto a la ventana, mientras lo cogía de los hombros. "No, yo no fui", decía el otro a punto de llorar. Lo soltó y continuó amenazando a otro niño. 

El proceso se repitió varias veces mientras la gente fuera se reía y repetía las palabras del problema. CUA CUA. Entonces regresó el profesor y sacó al tipo del salón, a empujones y para llevarlos a la oficina del prefecto de disciplina. La gente reía afuera en la cancha de fútbol. Mientras, ya protegidos por la presencia del profesor todos gritábamos en coro CUA CUA. 


Paul, la compasión y la venganza


Paul llegó a mi curso después de perder varios años y quedarse atrás respecto a su promoción. Su retraso era tal que para cuando llegó al séptimo grado, su curso original ya se había graduado. Se entiende entonces que superaba con ventaja el promedio de edad del curso.

Y lo superaba también en fuerza muscular. Paul tenía un problema en sus piernas y no podía caminar bien, por lo cual se ayudaba con un caminador. Su limitación lo hizo desarrollar una increíble fuerza en los brazos, ya que movía con ellos el peso de su cuerpo. Sus golpes tenían fama y eran temidos.

En ciertas ocasiones se revelaba y dejaba de usar el caminador, como cuando jugaba fútbol. Lo que sucedía entonces era que después de dar los primeros pasos perdía el equilibrio y caía al piso arrastrando con él a los infelices que estuvieran a su lado. Los tomaba del cuello, los hombros o los brazos y todos para el suelo. Esta escena se repetía con frecuencia pues era un fanático incansable del fútbol. Su entusiasmo por el deporte solo era comparable con su mal genio y violencia cuando se sentía humillado u objeto de burla, la mayoría de las veces sin causa alguna. Tenía además problemas de visión y sus gafas eran un perfecto par de culos de botella.

En el curso estaba también la Rata, vago buenavida que se ganó su apodo por ser una de las lacras reconocidas del salón, siempre dispuesto a romper las reglas en cualquier escenario. Y no fue la excepción en el retiro espiritual de El Ocaso.

El Ocaso era un viejo complejo hotelero entrado en decadencia y en el cual nos recibían por media semana y pagando una suma de dinero irrisoria, con el fin de desarrollar ejercicios espirituales y de cultivo de la personalidad. Era una payasada. Lo único que sucedía en El Ocaso era el inicio de las borracheras colectivas. No era un lugar cómodo. Eramos casi cuarenta tipos y nos acomodaban en dos cuartos, cada uno con diez hileras de camarotes. Los baños y duchas quedaban a media cuadra de distancia de los cuartos, lo cual era un problema en la noche ya que soltaban a los perros y estos corrían por todo el lugar, enorme y lleno de caminos que llevaban desde la entrada en lo alto de la montaña, pasando por el comedor, los cuartos y hasta la cancha de fútbol en la parte más baja del terreno.

Una noche después de la comida comenzó una guerra de bombas de agua. Globos de fiesta llenos de agua en batalla abierta y con una sola regla: no se permitía lanzar las bombas en los cuartos, esto para no mojar las camas y poder dormir en un lugar seco al final. Pero la Rata no estaba dispuesta a cumplir con esta regla ni con ninguna otra.

La Rata atacó por sorpresa a varios desprevenidos en los cuartos lo cual generó ira colectiva y deseos de venganza. Muchas camas y maletas estaban mojadas y la noche iba a ser una mierda para los desafortunados. La Rata era pequeño de estatura, por lo cual no fue difícil que un grupo de gente lo cogiera y llevara arrastrado para la esquina de uno de los cuartos y proceder a lincharlo. La Rata lloraba pero nadie sentía compasión y se veía venir una paliza para el personaje.

Nadie sintió compasión excepto Paul, que no tenía nada que ver en el asunto pero que seguramente dejándose llevar por el objetivo espiritual de nuestra presencia en El Ocaso, comenzó a defender a la Rata. Fue un discurso emotivo, logro bajar lo ánimos de linchamiento de la mayoría. Hablaba del perdón, de dar nuevas oportunidades y terminó haciendo uso de su posición de menos favorecido. Dio dos pasos sin caminador y quedó delante de la Rata cuando dijo: 

- "Muchachos, si van a hacerle algo a la Rata, primero tendrán que hacérmelo a mí".

En ese momento una bomba salió detrás de la gente y fue a parar a la cara de Paul. La tiró Eduardo, otra joya del salón, quien rápidamente se escondió detrás de Ujue, el guitarrista que pasaba del punk al metal tan rápido como jugaba y amagaba al oponente en la cancha de fútbol. Paul escurrió el agua de la cara y sus gafas, levanto la mirada y dijo:

- "¿Quién fue el hijueputa? ¡Fue Ujue! Va a ver cabrón de mierda".
- "Yo no hice nada Paul", dijo Ujue cuando vio que Paul se estiraba para cogerlo y darle una paliza. Pero Ujue, hábil deportista lo esquivó y comenzó a correr. Paul se lanzó entre los camarotes y parecía volar mientras estiraba sus brazos para alcanzar a Ujue y gritaba que lo iba a matar.

Paul no lo alcanzó y Ujue escapó de la paliza, mientras Eduardo se reía de lo que pasaba. Todo esto parecía una comedia negra en la que las palabras reconciliadoras de Paul eran transformadas en deseo de venganza y por obra de una descarga de agua. 

sábado, 22 de junio de 2013

El gran jefe

Era el presidente de la empresa. Con una importante carrera política que lo llevó a ser senador por varios períodos, ministro de distintas carteras e incluso Presidente de la República por encargo, en una ausencia temporal de quien había sido elegido por voto popular. Al final de sus años y ya retirado de la vida pública, se había dedicado a dirigir la empresa, con importantes logros en sus primeros años, para luego dar paso al cansancio y desinterés por la labor. Algo normal en alguien que llega al final de sus días gloriosos y encuentra predecibles e irritables los primarios asuntos de los negocios, ganancias, márgenes y competencias.

Su desprecio por lo que sucedía en el entorno de la empresa iba de la mano de su mal carácter. Era muy amable y cortés al llegar a una reunión y saludar a los presentes, aun con esa autoridad que emana de quien ha ocupado altos cargos de gobierno. Pero si algo o alguien interrumpía el lenguaje diplomático que él había iniciado, las cosas cambiaban por completo y era normal oír sus gritos que recordaban sus épocas de senador. En ese momento nadie podría haberlo enfrentado, a menos que se arriesgara sin chance de éxito a una paliza verbal.

En la empresa siempre llegaba tarde a las reuniones, entre media y una hora después de haber comenzado, incluso cuando los principales clientes estaban presentes. La gente importante llega tarde y se va temprano, pero todo depende de la calidad de la audiencia y si está dispuesta a esperar.  Se sentaba luego de saludar a los presentes y me preguntaba al oído, aunque no habría sido necesario por el alto volumen de sus palabras, tanto que todos los presentes lo podían oír:  

- ¿Quién es el señor sentado a su izquierda, doctor Martínez? 
- Es el doctor Méndez, representante de oriente.
- Ah, no lo conocía - mientras tanto se paraba a comer una de las empanadas servidas en el centro de mesa, frente a las miradas de sorpresa de los presentes. Acto seguido se sentaba en su silla y luego de unos minutos comenzaba a cabecear. El sueño lo vencía hasta que algo lo hacía volver y generalmente era la cólera.

Su mal carácter tenía detonantes específicos. Uno de ellos era Laura Medina, quien trabajaba para una empresa de la competencia. Era una mujer desagradable, grosera y manipuladora. Fumaba en toda situación, incluso la vi encender sus Marlboro rojos en la sala de un Ministerio, en la época en que aun no se perseguía a los fumadores, pero que ya se cumplían ciertas normas de protocolo al respecto.

Al oír que alguien mencionó su nombre, él despertó diciendo:

- ¿Laura Medina? ¡Esa es una vieja hija de puta! ¡No la soporto! - Las risas de todos los presentes surgían en momentos como este y la reunión se hacía por primera vez entretenida en toda la jornada. Y continuaba:

- Cuando hablamos de la problemática del sector, ella tiene nombre propio y ese nombre es Laura Medina. ¡Cómo odio a esa vieja hija de puta! - Las risas continuaban y luego se cambiaba de tema y el gran jefe volvía a ceder al sueño.

Conmigo siempre fue un tipo respetuoso y consultaba mi opinión sobre temas puntuales para él construir su visión general, la cual nunca perdió. Tampoco su capacidad negociadora innata del político. En momentos de tensión y dificultades lo vi lograr acuerdos reuniendo a las partes en conflicto en un pasillo y conciliando sus posiciones. Entendí su desprecio por los asuntos diarios del negocio y su talento natural para resolver los asuntos de mayor trascendencia.


Cuando me retiré de la empresa me invitó a almorzar al Metropolitan, tomamos un par de tragos de whisky y me agradeció por mi trabajo. Hablamos unos minutos más hasta que el sueño volvió a ganarle la batalla. Le dije que me harían falta las discusiones con Laura Medina y volvió a la conversación en el acto, y nos reímos sobre la pesada vieja hija de puta.  


jueves, 6 de junio de 2013

Nos vemos en Auckland

Alisto maletas con lo necesario para pasar una semana en Nueva Zelanda: ropa para el inicio de invierno, libretas de notas, esferos y un paquete pequeño de tarjetas de presentación. Y es pequeño a propósito, por lo que sucedió en el viaje a Belo Horizonte hace un par de años.

Esa vez viajaba a un congreso en la capital de Minas Gerais. Una parte de mi trabajo consistía en hacerle publicidad a mi Congreso en Bogotá, que preparaba para cuatro meses después del viaje. El vuelo hacia Sao Paulo estaba programado en la noche, para luego tomar un vuelo doméstico a Belo Horizonte. Entré a la sala de espera y me encontré a un viejo amigo y profesor de la Nacional que viajaba al Congreso como conferencista. Cada vez que nos encontramos tenemos entretenidas conversaciones.

Ya era medianoche y nuestro vuelo se había retrasado cuando una azafata extranjera tomó el micrófono y en un mal español llamó a algún pasajero al mostrador.  No le puse atención. A los treinta minutos volvió a llamar al pasajero y nadie se presentó. Pasaron unos minutos más cuando llegó un oficial de policía a la sala y comenzó el abordaje al avión. Hicimos la fila y cuando presenté mi tiquete a la azafata me dijo: “señor Martinez, Jorge –realmente sonaba algo así como Marchines Chorlle– lo estamos llamando para solucionar un problema con su equipaje”.

Ya no había tiempo para ir a esos cuartos de requisa que se ven en las películas, así que todo el asunto sucedió en una esquina del pasillo que desciende a la pista del aeropuerto. El policía me preguntaba todo lo que se le pasaba por la cabeza: nombre, nacionalidad, trabajo, destino del viaje, contenido de mi equipaje. La gente que bajaba me miraba con cara de repudio. Mi amigo pasó y me dijo “Nos vemos en Belo Horizonte”, entre risas al verme en mi incómoda situación.

El policía me dijo que la demora en el vuelo era por mi maleta. Después de sacar camisas, calzoncillos, medias y productos de aseo, caí en cuenta del problema. Le dije al policía que sabía cuál era la causa de su sospecha. En el fondo de la maleta tenía un paquete con mil volantes publicitarios de mi Congreso. A los ojos del policía, se trataba de un fajo de billetes o de un ladrillo de cocaína. Cuando saqué el paquete y lo abrí el tipo hizo gesto de rabia por perder su tiempo y me dijo que siguiera.

Son las cosas que pasan cuando los controles a los pasajeros llegan al punto del absurdo y antes de viajar hay que pensar en qué harían el traficante, el delincuente o el terrorista, para no ser un sospechoso. Dejar la chaqueta, quitarse el cinturón, mostrar el portátil a un securata, no llevar armas, ni objetos contundentes –esto lo entiendo– productos líquidos en presentaciones mayores a 100 ml, etc. 

Es el discurso de la seguridad: ideal, aparatoso y costoso. Cuando la incertidumbre es la regla. Por ahora espero no haya más requisas ni volver a oír a alguien en el pasillo diciendo “nos vemos en Auckland”.