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viernes, 11 de abril de 2014

La carrera


Cuando vuelve a su barrio es de noche y pocas luces permenecen encendidas. Varios faroles están apagados y puede ver la luz de la ventana de su casa, aun cuando todavía queda un largo camino por recorrer en línea recta, cruzando ese valle poblado por casas blancas con techos de paja. Las calles están vacías, la noche es oscura y la luz en su casa significa que ella aún lo espera.

Abre la puerta de la casa y la ve sentada en el sofá pero lista para irse a la cama, sin pantalones y con una delgada camisa blanca. Había olvidado cómo le gusta ver su pelo negro y liso y recogido que cae sobre su blanco y pequeño hombro derecho, para más abajo confundirse en el interior de la camisa. Ella lo mira a los ojos, se agacha para recoger su pantalón dejando ver el tatuaje que cubre la mayor parte de su espalda y comienza a llorar. No deja que él la consuele y rechaza el brazo que pasa encima de su hombro y de su pelo largo y recogido. Sin embargo los dos saben muy bien que de un modo u otro irán a la cama, luego ella volverá a llorar, él continuará con su oficio y ella se quedará sola.

Es el primero en despertar cuando apenas sale el sol. Se pone la ropa y revisa que su cuchillo siga en el bolsillo delantero del pantalón y dentro de su funda. Sale de la casa antes que ella despierte y se encuentra con el mismo valle de casas blancas con techos de paja, pero ahora poblado de ojos. Ojos hambrientos que lo siguen desde cada rincón oscuro y lo invitan a desenfundar el cuchillo para demostrarles quién domina el lugar, quién no tiene miedo a la muerte y a quién no alcanzarán cuando comience la carrera por las estrechas calles del sector comercial, al final del valle y donde se alza la montaña. Ese lugar en donde la pendiente del camino se encuentra con los techos de las casas e invita a saltar y a correr por las estructuras superiores. Ese lugar donde el pueblo viejo, sórdido y vicioso revive ante la oportunidad de cobrar la vida de uno de los suyos.

Los ojos hambrientos se acompañan ahora de manos y cuchillos y lo persiguen, pero aún no llevan su ritmo. Ya sube por la montaña cuando los primeros atacantes saltan hacia él empuñando sus armas y logrando hacerle rasgaduras en el pantalón y la chaqueta, pequeños incentivos que multiplican su ira y deseos de lucha contra esa fuerza lúgubre y colectiva de la cual también hace parte. Salta al primer techo y siente el frío viento en su cara así como el primer corte profundo en la pierna, que lo obliga a improvisar cambiando su rumbo hacia el techo de la izquierda. Continúa en esa dirección y ve cómo de los techos surgen escaleras de madera que se apoyan en las estructuras de madera de las casas para dejar ver nuevos ojos hambrientos y el brillo de nuevas hojas metálicas que lo esperan. Cambia de rumbo y se encuentra con el mismo paisaje, miradas y metales y piensa entonces que no hay nada más que hacer: nada más que correr, saltar, esquivar y cortar pieles, ropas, ojos, pajas y madera. 

Comienza a tropezar y con esfuerzo logra mantener la carrera. Ahora siente el frío por todo el cuerpo, la camisa se vuelve pegajosa y teme mirar hacia abajo y tomar conciencia del desastre que ya comenzó. Grita con todas sus fuerzas y levanta la cabeza para ver el sol y sentir el viento, mientras se apoya en los cuerpos que lo rodean y que levantan sus manos y cuchillos. La sangre en la boca apaga sus gritos y antes de cerrar los ojos puede ver el camino que atraviesa el valle y que conduce a su casa. 



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