La semana pasada asistí al foro sobre
agricultura familiar y su papel en el proceso de paz, organizado por los
ministerios de agricultura de Colombia y Brasil y con el apoyo de la delegación
de la Unión Europea en Bogotá. Ministros y embajadores debatieron sobre las
enseñanzas del caso brasilero, invitado de honor al evento, y sus posibles
aplicaciones al campo colombiano, dados los positivos resultados en el
crecimiento del área sembrada, el ingreso de los agricultores y de las
exportaciones. No todo es color de rosa, por supuesto. La deforestación del
área selvática amazónica, la sostenibilidad del proceso carioca, y la
dependencia de la exportación de commodities, deben hacernos reflexionar sobre
dicho modelo, replicando lo bueno y cambiando el enfoque en donde se encuentran
sus fallas.
Respecto a la responsabilidad del
gobierno brasilero en el desarrollo rural, se planteó en el foro que no es este
un desafío del ministerio de agricultura, sino el de todo un gobierno. Importante
reflexión para un país como Colombia, en el cual la desarticulación entre las
entidades de gobierno es recurrente, y el exceso de protagonismo de los
dirigentes imposibilita el trabajo articulado con enfoque de equipo. Para el
caso del campo, la formulación y ejecución de la política pública depende de
cuatro ministerios –agricultura, comercio, salud y ambiente– y sus respectivas
entidades adscritas –ICA, Superintendencias, Invima, Anla, etc–. Esto conduce a
debates eternos y decisiones contradictorias en las diferentes autoridades.
En Nueva Zelanda, por citar el
ejemplo de una potencia mundial relativamente reciente en producción
agropecuaria, se presentaba esta misma situación, y la solución fue integrar
las instituciones en el Ministerio de Industrias Primarias, el cual posee
competencias sobre temas agropecuarios, comerciales y regulatorios. Las formas
de organización del estado son diversas, pero el punto relevante aquí es el
enfoque multidisciplinario requerido para el desarrollo rural, más aún teniendo
en cuenta la problemática del campo colombiano y su papel protagónico en el
conflicto armado.
Comienza a verse un final posible
y la paz será viable luego de la firma de un acuerdo de finalización del
conflicto, pero tendrá que pasar por complejas etapas como el esclarecimiento
de la verdad, la determinación de penas y sanciones a través de la justicia
transicional, y un modelo de desarrollo del campo que haga viable el escenario
de postconflicto.
Es preocupante la polarización
que vive el país respecto al proceso de paz y el futuro del país, pues el debate
acaba simplificado en los proyectos personales –Santismo vs. Uribismo– y se pierde la perspectiva acerca del futuro
del país. Desde las épocas de Sun Tzu se conoce que toda guerra debe ser rápida
dados los costos y riesgos que implica. Sin embargo, buena parte del país
parece empeñada en continuar en un conflicto que ya superó los cincuenta años
de existencia.
Los cuestionamientos al proceso
de paz son válidos y deben enfocarse hacia la construcción colectiva de un país
que supere sus problemas sociales, económicos y políticos. El campo representa
a la totalidad de las contrariedades mencionadas y requiere acciones desde
distintos frentes: adecuada proveeduría de bienes públicos, proyectos
asociativos de pequeños productores, logística e infraestructura que garanticen
la seguridad alimentaria y disminuyan el desperdicio de productos, reglas
claras sobre uso y tenencia de la tierra y un enfoque de sostenibilidad y
responsabilidad social en el proceso productivo: el enfoque multidisciplinario.
Para terminar, la pregunta de
¿cómo lograrlo? La construcción de equipos de gobierno con pluralidad de puntos
de vista es una necesidad urgente del gobierno nacional y local, y una
preocupación que los electores deberíamos plasmar con fuerza en las elecciones
próximas. Colombia requiere de equipos
políticos, no de personalidades, y Bogotá es la ciudad llamada a liderar ese
proceso.
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