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jueves, 8 de octubre de 2015

Un problema de todos


La semana pasada asistí al foro sobre agricultura familiar y su papel en el proceso de paz, organizado por los ministerios de agricultura de Colombia y Brasil y con el apoyo de la delegación de la Unión Europea en Bogotá. Ministros y embajadores debatieron sobre las enseñanzas del caso brasilero, invitado de honor al evento, y sus posibles aplicaciones al campo colombiano, dados los positivos resultados en el crecimiento del área sembrada, el ingreso de los agricultores y de las exportaciones. No todo es color de rosa, por supuesto. La deforestación del área selvática amazónica, la sostenibilidad del proceso carioca, y la dependencia de la exportación de commodities, deben hacernos reflexionar sobre dicho modelo, replicando lo bueno y cambiando el enfoque en donde se encuentran sus fallas.

Respecto a la responsabilidad del gobierno brasilero en el desarrollo rural, se planteó en el foro que no es este un desafío del ministerio de agricultura, sino el de todo un gobierno. Importante reflexión para un país como Colombia, en el cual la desarticulación entre las entidades de gobierno es recurrente, y el exceso de protagonismo de los dirigentes imposibilita el trabajo articulado con enfoque de equipo. Para el caso del campo, la formulación y ejecución de la política pública depende de cuatro ministerios –agricultura, comercio, salud y ambiente– y sus respectivas entidades adscritas –ICA, Superintendencias, Invima, Anla, etc–. Esto conduce a debates eternos y decisiones contradictorias en las diferentes autoridades.

En Nueva Zelanda, por citar el ejemplo de una potencia mundial relativamente reciente en producción agropecuaria, se presentaba esta misma situación, y la solución fue integrar las instituciones en el Ministerio de Industrias Primarias, el cual posee competencias sobre temas agropecuarios, comerciales y regulatorios. Las formas de organización del estado son diversas, pero el punto relevante aquí es el enfoque multidisciplinario requerido para el desarrollo rural, más aún teniendo en cuenta la problemática del campo colombiano y su papel protagónico en el conflicto armado.

Comienza a verse un final posible y la paz será viable luego de la firma de un acuerdo de finalización del conflicto, pero tendrá que pasar por complejas etapas como el esclarecimiento de la verdad, la determinación de penas y sanciones a través de la justicia transicional, y un modelo de desarrollo del campo que haga viable el escenario de postconflicto. 

Es preocupante la polarización que vive el país respecto al proceso de paz y el futuro del país, pues el debate acaba simplificado en los proyectos personales –Santismo vs. Uribismo–  y se pierde la perspectiva acerca del futuro del país. Desde las épocas de Sun Tzu se conoce que toda guerra debe ser rápida dados los costos y riesgos que implica. Sin embargo, buena parte del país parece empeñada en continuar en un conflicto que ya superó los cincuenta años de existencia.

Los cuestionamientos al proceso de paz son válidos y deben enfocarse hacia la construcción colectiva de un país que supere sus problemas sociales, económicos y políticos. El campo representa a la totalidad de las contrariedades mencionadas y requiere acciones desde distintos frentes: adecuada proveeduría de bienes públicos, proyectos asociativos de pequeños productores, logística e infraestructura que garanticen la seguridad alimentaria y disminuyan el desperdicio de productos, reglas claras sobre uso y tenencia de la tierra y un enfoque de sostenibilidad y responsabilidad social en el proceso productivo: el enfoque multidisciplinario.



Para terminar, la pregunta de ¿cómo lograrlo? La construcción de equipos de gobierno con pluralidad de puntos de vista es una necesidad urgente del gobierno nacional y local, y una preocupación que los electores deberíamos plasmar con fuerza en las elecciones próximas. Colombia requiere de equipos políticos, no de personalidades, y Bogotá es la ciudad llamada a liderar ese proceso.

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